Esta entrada complementa la anterior sobre esta vía, que podéis ver aquí.
Entrado el otoño dejamos a punto la Imserso con sus nuevas variantes. La idea es que, quien quiera, disponga de una ruta con equipamiento más generoso, marcado en el croquis por la línea verde, a reforzar en algún tramo con unos pocos friends medianos y fisus. La ruta roja es de autoprotección, con algún seguro fijo donde lo hemos creído necesario; llevar un juego completo de tótems y fisus. Cintas para algún pico de roca y/o puente nos vendrán bien en ambos casos. Cuerda de 60m. Todas las reuniones montadas con parabolt y/o puentes lazados. La última reunión de la variante roja se monta sobre un gran puente de roca que no hemos dejado lazado (tarea pendiente).
PRIMER ESCALÓN Variante roja: salva el techo por la izquierda, siguiendo la fisura diagonal perfecta para autoproteger, hasta llegar a una sabina donde tiramos recto hacia arriba, protegidos por un parabolt, hasta salir a la arista buscando la reunión bajo un techo evidente en la base del tercer escalón. Variante verde: esta variante sale de una reunión a la derecha de la anterior y más abajo. Se accede a ella desviándose a la derecha en diagonal al final del anterior largo. Veremos una fisura con dos puentes lazados y luego una placa con dos parabolts. La placa es más dura si se aborda directamente (6a), por la izda es más fácil (5b). De la segunda chapa salir recto y luego a la izda buscando la arista.
SEGUNDO ESCALÓN Variante roja: de la reunión, bajar un poco a la derecha y encaramarse a una plataforma protegidos por un puente lazado. Seguir las fisuras diagonales a la derecha con muy buen canto y fácil de proteger hasta una placa con dos parabolts y agarres escasos, que en un par de pasos atléticos (6a) nos permiten alcanzar un buen canto y una repisa que seguimos en travesía a la izda, para salir luego recto hasta la arista. Variante verde: descrita en el anterior post.
TERCER ESCALÓN Variante roja: sigue la vía original hasta el bolt de la travesía de salida, de donde seguimos la fisura vertical para evitar luego el desplomillo final por la izda cómodamente, protegidos por un puente lazado. Reunión en un puente de roca gigante. Variante verde: sigue la ruta original descrita en el otro post.
-Llevo un rato con una idea en la cabeza, Joseba, pero no sé si contártela.
-Venga, dime.-Acabamos de empezar el tramo más duro del puerto, con rampas muy por encima del 10%. A nuestro ritmo cansino, pedaleamos sin prisas (más vale), viendo la carretera retorcerse en la ladera, a nuestros pies.
-¡Vamos a subir fácil!-Joseba sonríe mientras me mira, y deduzco de su mirada un “¡qué fantasma eres!”. Y tiene razón, pero bueno, también es verdad que la actitud es gratis, el esfuerzo no, pero nuestra actitud depende de la voluntad, así que cuesta lo mismo ser positivo. Un cielo encapotado nos protege del sol y la consiguiente calorina, más arriba vemos que nos espera la niebla, que nos robará el disfrute de las preciosas vistas hacia los bosques de Irati.
Estamos en el puerto de Bagargi, subiendo por Organbidexka, la ladera de Irati que da al valle de Larrau. Conocía este puerto solo de oídas, mi amigo Antxon solía venir mucho, hace años, cuando subía corriendo los colosos pirenaicos. Sus vecinos Burdinkurutzeta y, sobre todo Larrau, son más conocidos y los hemos recorrido varias veces en bici. Habíamos mirado a menudo estas pendientes desde Larrau, y la tentación estaba ahí.
Es un puerto muy bonito, como todos los que recorren estos hayedos formidables. Tras pasar el pueblo de Larrau, la ruta se introduce en el valle a los pies del puerto, serpenteando a la sombra del frondoso bosque junto al torrente, por una carretera con mucho encanto. Apenas hay tráfico, algunos trabajadores forestales, algún pastor con su furgoneta y, más arriba, unos pocos turistas que se detienen a la orilla a contemplar el paisaje.
La carretera se empina progresivamente y da las primeras lazadas dentro del bosque, para salir enseguida a un terreno pelado donde se concentran los cuatro kilómetros más duros. Curva tras curva buscamos con la mirada algún posible descanso que no llega y nos felicitamos por la suerte de disfrutar de un día fresco, que nos permite gestionar con dignidad estas pendientes inclementes.
No quiero ni pensar lo que debe ser esto con un día de calor. En la parte más alta nos espera la niebla, y un rebaño de ovejas indolentes, tumbadas sobre la carretera, que nos contemplan con curiosidad pero sin miedo. Apenas vemos más allá de unos metros y la
pendiente se suaviza, un 8% de promedio para los dos últimos kilómetros pasa a ser una cuesta llevadera, que nos conduce hasta los Chalets de Irati con un nivel de esfuerzo más razonable.
Nos falla el cafecito de arriba, el bar está cerrado, nos abrigamos, picamos algo y para abajo, a ratos ya con lluvia, que nos obliga a prestar atención. De todas formas, no es una bajada para dejar correr a la bici. Cuando salimos de entre las nubes la cosa mejora. Afrontamos el repecho para subir otra vez al pueblo, y nos sentimos tentados de parar. Nos conformamos con disfrutar al paso, atisbando sus callejuelas entre las casas cuadradas, como azucarillos dispersos en la ladera. Con la carretera seca nos dejamos llevar, ahora sí, por la inercia que nos empuja, disfrutando del fluir de un asfalto liso y una pendiente que se suaviza de repente al pasar por el albergue de Laugibar.
De regreso en el coche, valle abajo cerca de Tardets, insisto:
-Qué…, fácil, ¿no?
Nos reímos.
Buscamos un lugar apropiado y tras cambiarnos de ropa, sacamos la tortilla y sus complementos.
Muy bonita vía de dificultad moderada que flanquea la pared de Doña Eusebia por el lado opuesto a la Arista de los caracoles, siendo del mismo estilo, aunque con más continuidad en las dificultades en los tres últimos largos. Muy disfrutona.
Hacía tiempo que una posible línea de escalada nos había llamado la atención a la izquierda de la pared de Doña Eusebia, en Egino, cuando mirábamos desde el pueblo mientras organizábamos la cacharrería antes de ir a escalar. Se trata de varios resaltes que se destacan cada vez con más nitidez según ganan altura, con un gran gendarme como colofón final. Observándola con más atención nos dimos cuenta de que el gendarme final se superponía por la perspectiva y en realidad quedaba separado de la definida arista que, pese a ello, seguía dibujando una posible ruta apetecible para acceder a la cima de la pared de Doña Eusebia. Habíamos buscado referencias de alguna posible vía por allí, pero no encontramos nada. Hace poco, escalando con Juancar y con Antxon Gorrotxategi las Placas del Pájaro Loco, se lo comenté a este último. Él también se había fijado en esa misma línea y tampoco tenía constancia de posibles vías. No hizo falta mucho para quedar en darle un tiento.
Tras fotografiar la zona desde varios ángulos, y la visita de Antxon desde la cima buscando otra perspectiva, nos pareció que el proyecto podía estar al alcance del Imserso Team, el trío de sesentones que formamos Juancar, Antxon y yo. Además, estábamos dispuestos a “invitar” a Sergio (por si la cosa se enmarronaba más de lo previsto). Llegado el día, un accidente de última hora con lesión impidió a Juancar estar en nuestra primera ascensión, pero se lo hicimos pagar con el trabajo de acondicionamiento en días posteriores y lo consideramos moralmente partícipe en la autoría de la vía. El 2 de julio entramos por el callejón entre el 4º y 5º monolito con idea de llegar hasta donde nos diera tiempo. Resultó una escalada fácil y agradecida, de buena roca (tómese esta consideración en lo que vale, teniendo en cuenta el contexto), evidente, con pasos muy bonitos y reuniones a todo confort, que nos permitió salir por arriba sin problemas de un tirón, instalando incluso reuniones y algún seguro intermedio.
En la parte baja de la vía encontramos un viejo cordino, prueba de que alguien había pasado por allí en tiempo inmemorial, pero no encontramos nada en las partes más técnicas de arriba. Si alguien tiene noticia de ascensiones anteriores, estaremos encantados de hacernos eco de ello.
Los dos primeros largos, muy fáciles, ofrecen una opción limpia y rápida de acceder a la base del primero de tres escalones, que nos repartimos como primeros de cuerda. Los tres tienen pasos bonitos dentro de una dificultad moderada, permitiendo una buena autoprotección, además de unos pocos seguros fijos que dejamos en algunos puntos. Las reuniones se hacen en puentes de roca que dejamos lazados, una sobre dos parabolts y otra a una encina. Tanto la R3 como la R4 tienen escapes a la izquierda que permitirían subir por el canal paralelo hasta arriba.
RESEÑA:
Imserso Extrem (Egino)
225m 5a
Juancar Sanz, Antxon Gorrotxategi, Sergio Martín y Rafa Elorza. 2021
Semiequipada: reuniones montadas con cordinos o parabolt 10mm. Algunos parabolts y cordinos a puentes en la vía. Buena roca (pero no confiarse).
L3
Material: 10 cintas express, juego de friends y fisus, cintas para puentes.
Aproximación: Podemos acceder desde Egino pueblo o desde el parking de La Leze. Nos dirigimos al pie de los monolitos y buscamos el callejón entre el 4º y el 5º, subimos por dicho callejón y continuamos a la izda por detrás del 4º monolito (hitos) hasta que descubrimos entre el bosque la nervadura de roca que nos llevará en dos largos hasta la base del primer escalón. Hay un cordino marcando el inicio de la vía (30 mins).
L1: 50m 2-3 Un corto resalte vertical (3) nos sitúa en la arista de roca fácil que seguimos hasta una reunión sobre puentes de roca con dos cordinos (2).
L2: 45m Seguimos la nervadura de roca, escalando (2) y un corto tramo caminando en una zona más vegetada, llegamos a un resalte más vertical con varias opciones para superarlo (3 o 4b según por dónde subamos) para llegar al pie del primer escalón. Reunión a la dcha con dos puentes de roca con cordinos.
L4
L3: 40m 4c-5a Seguimos la fisura-canal evidente en diagonal hacia la izda para evitar el techo (4a). A la altura del techo la fisura se estrecha aunque ofrece muy buenos emplazamientos para friends. Pasamos una zona de placa hasta llegar a un enebro (4c/5a) y salimos directos hacia arriba protegidos por un parabolt (4b) para continuar (3) hasta la reunión al pie del segundo escalón sobre dos parabolts bajo un techo.
L4: 40m Evitamos el techo por el diedro de la izda (4c) protegidos por un parabolt y salimos al espolón por un segundo diedro (4b), otro parabolt. La roca, a pesar de su aspecto estratificado, es más sólida de lo que parece, pese a ello, mejor tantear los agarres. Al final del espolón, superamos una placa con un parabolt, podemos atacarla directamente (5a) o por la derecha ayudándonos de una buena fisura (4c), para llegar a la reunión con dos cordinos sobre puentes de roca en el suelo.
L5
L5: 50m Caminamos 10m hasta la base del tercer escalón para montar la reunión en una encina. Salimos a la derecha para buscar la bonita arista que nos llevará hasta la horquilla (3-4b), un parabolt. Después de la horquilla buscaremos la repisa diagonal de salida a la derecha con una bonita travesía (4c) protegida por un bolt. reunión final sobre dos puentes de roca con cordinos.
Descenso: Si hemos venido de La Leze, caminar unos metros hasta la esplanada superior y girar a la izda (Oeste) siguiendo hitos hasta conectar con el sendero que baja a La Leze. (40mins). Si hemos venido de Egino tirar directamente hacia el Este desde la última reunión siguiendo hitos hasta alcanzar la parte superior de la bajada del Azor y la Paloma, o mejor, bajar en diagonal para conectar con la parte baja de la pedrera de esa bajada (evitando el destrepe de arriba) justo donde el sendero se desvía hacia la derecha (rastros de sendero, algún hito) (45mins).
Advertencia: pese a la dificultad técnica moderada de los pasos de escalada, se requiere cierta experiencia por las características del terreno, como en el resto de vías de la zona, por la roca en algunos puntos inestable, por el equipamiento reducido y por el descenso delicado si se baja por el Azor y la Paloma. Aunque esté en el programa de actividades del Imserso, no es una vía para principiantes.
Si os hablo de una vía de más de 300m, de dificultades en torno al cuarto o quinto grado (con algún picantillo acerable) y buena roca, a menos de una hora de coche y con una aproximación de un cuarto de hora, sé de unos cuantos que habréis empezado ya a salivar. Pues así es la última propuesta (o penúltima) de Antxon Gorrotxategi, el maestro orfebre de Egino que ha dibujado ya sobre una docena de líneas de escalada en esas paredes.
Mugalari es una vía de diez largos que se ha trabajado Antxon durante estos últimos meses, entre confinamiento y confinamiento y que sorprende, cuando vemos la línea desde lejos, por el hecho de que nadie se hubiese aventurado todavía por una ruta tan evidente. Las únicas referencias previas que hemos encontrado son la “Pasabide” en 2016, un itinerario desequipado que recorre esa vertiente buscando las zonas más fáciles y una línea de parabolts a la izquierda del inicio de la Mugalari de la que no tenemos más información. Hay que reconocer que buscar una ruta en los primeros largos del zócalo inferior no era tarea tan fácil. Sergio y yo mirábamos a menudo la destacada aguja y la cresta de arriba, pero no veíamos claro cómo llegar hasta allí atacando desde abajo. El trabajo en solitario de Antxon ha sido propio de su oficio y dedicación incansable a estas tareas.
Antxon en la R7
La ruta es, como dice su autor, un “itinerario de montaña”, con lo que eso supone. Bien chapado en los pasos más exigentes, especialmente en el segundo largo, una bavaresa incómoda, y al inicio del octavo largo para superar un pequeño desplome a la salida de la reunión, pasos todos ellos que se pueden negociar en A0, hay otras zonas, las más fáciles, donde podremos autoproteger cómodamente nuestra progresión.
Juancar Sanz, Sergio Martín y yo nos prestamos encantados a ayudar a Antxon en lo que hiciera falta, pero para entonces el trabajo ya estaba prácticamente acabado. Sí que hemos abierto un par de variantes en los largos 7 y 8, y tenemos idea de continuar hasta completar quizá una vía paralela a la izquierda de la Mugalari.
RESEÑA:
MUGALARI (Justo en la muga entre Egino y Ziordia)
365m 6a+/5cA0
Antxon Gorrotxategi 2021
Semiequipada: parabolt en los pasos difíciles o expuestos y muy buenas opciones de autoprotección en el resto. Roca bastante buena en general.
Material: 12 cintas express, juego de friends y fisus, cintas para puentes. Reuniones equipadas.
Croquis del autor
Aproximación: se puede ir desde Egino, pero es más cómoda y corta desde Ziordia. Pasar de largo el inicio del espolón Ziordia en dirección a Egino siguiendo hitos por el bosque y la pedrera a pie de vía, hasta encontrar una plaquita con el nombre de la vía. Unos 20 minutos de paseo.
Juancar acabando el L5
L1: Muro con un pasito (5a) bien chapado, superar un bosquecillo (4a) y luego travesía a la izda hasta la reunión.
L2: Sale por un diedro fácil (3) hasta un canal por el que se llega a un muro con fisura que se supera en bavaresa incómoda (6a+/5c A0) bien chapado.
L3: Se sale directo por un muro entre árboles (4b) hasta alcanzar la rsiguiente reunión.
L4: Seguimos la arista (2 – 3) hasta llegar al pie de un espolón compacto.
L5: Salir a la derecha (3c) para buscar el diedro fisurado (5a) por donde se supera este resalte , en la parte de arriba hay una placa (5b) que puede escaquearse (4c).
L6: Transición caminando hasta la reu (bolt y cordino a puente de roca) al pie de la aguja Mugarri, bajo la chimenea en la cara oculta.
L7: Superar la chimenea (4c) y pasar a la cresta de la izquierda. Pasar de largo la reunión que hay para la variante de la cara Sur y seguir cresteando hasta una horquilla (3c). De la horquilla pasar a la derecha, la reunión está junto a un roble, bajo el canal del L8.
Variante L7: Se puede acceder a la aguja Mugarri por la variante Sur. Entra por unos cortos canalizos y zona algo rota hasta una placa con un bolt visible (4c). Travesía a la derecha hasta un nicho (4c) y superar el desplome con buen canto pero algo incómodo (5c) protegidos por un parabolt. Seguir hasta la cima, dar una zancada al otro lado y montar reunión en la cresta (4b – 3).
Variante Sur del Mugarri
L8: Superar una panza incómoda (6a/A0) y seguir por el canal (5b/5c) a veces roca húmeda, al final del canal salir a la derecha hasta la reunión.
Variante L8: (Placas Amarillas) De la horquilla a la izquierda hasta la reunión en una buena repisa. Salir recto hasta subirse a un bloque amarillo (4c). Las cuatro chapas concentran la dificultad del largo, un poco desplomado (6b+). De la última chapa salir a la izda con una zancada (6a) y superar un techito con buen canto y fisura para autoproteger. Seguir por el canal fácil (4c) hasta la reunión.
L9: Bonita travesía aérea hacia la derecha por buena roca (2 – 3) hasta la reunión bajo el murito final.
L10: Superar el muro. Varias alternativas. (3c/4c).
Descenso: A la izquierda por terreno kárstico de ir con cuidado y algún destrepe muy fácil, llegamos hasta la base de la Mugarri. De ahí, por terreno marcado con hitos, tiramos un poco a la derecha, destrepes fáciles hasta la pedrera, que seguimos hacia la izquierda hasta llegar al bosque. Rastros de sendero e hitos. El camino nos deja a cincuenta metros del pie de vía. También podemos dirigirnos hacia el Este desde la cima y alcanzar la línea de rápeles de la Pop Circus en 10 mins o seguir y bajar por la cantera si es festivo.
Nota: Se puede abandonar la vía caminando a la izquierda a la ruta de descenso descrita desde la R4, R5, R6 y desde la R7 de la variante de las Placas Amarillas con un corto rápel (reunión con 2 anillas), también desde la R8 y R9 caminando.
Segunda nota: En la R7 habita una simpática familia de ratones de campo (o de pared, será) que han salido varias veces a recibirnos. Uno de ellos se prestó amablemente como modelo para la ilustración de encabezamiento, con un tótem azul en las manos que en realidad no necesita.
Paso las tardes en el sofá, junto a ella. Apenas hablamos. Hay días en los que está más presente y entonces rememoramos recuerdos de mi infancia, o de la suya, episodios familiares que evocan momentos de un pasado feliz, o a veces no tanto.
Las tardes de ausencia sólo hay silencio, el roce de los lápices sobre el papel se enreda entonces en el tiempo y se convierte en un monólogo inarticulado que lo acompaña. A veces abre los ojos y me mira. ¿Qué estás dibujando? Unos salmonetes. A ver. Giro el cuaderno y su rostro se ilumina. Qué bonitos. Enséñame aquel ratón. Yo se lo enseño.
El brillo de sus ojos da sentido a mis dibujos y el pigmento cobra vida, más allá del trazo torpe que pretende representar una realidad inasible.
El roce del papel resuena cada vez con más fuerza, está cada vez más presente, es casi un estruendo mientras las ausencias son cada vez más frecuentes, más largas.
¿Estás bien? Sí, hijo, muy bien, contigo al lado, ¡cómo no voy a estar bien!
Enséñame el dibujo.
Hay una llama tenue que se apaga poco a poco. Ella ya no se esfuerza en avivarla.
Este año hemos celebrado la primera edición del concurso de cuentos de montaña CVCE-Errimaia, un proyecto que teníamos en mente desde hace tiempo, pero que por diversas razones no hemos podido materializar hasta ahora.
Han sido cuatro los cuentos galardonados: dos finalistas y un ganador en castellano, y una ganadora en euskera. Podéis leer los cuatro cuentos aquí, donde tenéis una reseña biográfica de los autores premiados y una presentación escrita por Juancar Sanz, director del concurso. Nuestra intención, además de celebrar el concurso anualmente, es la de publicar un libro recopilatorio de los relatos premiados cada varios años.
He tenido el placer de participar en la mesa del jurado en castellano, una experiencia muy enriquecedora, sobre todo en el momento de las deliberaciones, al contrastar opiniones y puntos de vista sobre los relatos. Ha supuesto un proceso de aprendizaje gratificante, que debo agradecer primero a todos los participantes y segundo a mis compañeros del jurado con los que, a pesar de nuestros temores iniciales, el acuerdo fue unánime y fácil de alcanzar. Estuve presente también en las deliberaciones del jurado en euskara, de las que disfruté muchísimo, con la comodidad añadida de no tener que comprometerme porque, aunque leí los relatos, no formaba parte de la mesa, siendo mi función la de representar a la organización y actuar como anfitrión, ya que los miembros no se conocían personalmente.
Pero además de todo, Juancar me pidió ilustrar los relatos que íbamos a publicar. Ha sido un honor para mí, y un auténtico placer, hacerlo. No es la primera vez que ilustro algún relato, mío o escrito por otros, y es una tarea que me fascina. Tiene sus riesgos, obviamente, al fin y al cabo, concretar en una imagen lo sugerido por el autor no deja de ser una intromisión. Una intromisión con respecto al propio autor, sin duda, pero también respecto al lector; cada uno tenemos nuestra propia fantasía y, aunque guiados por el autor, recreamos a nuestra manera los personajes o el escenario, en función de nuestros conocimientos, nuestra forma de ser o nuestros gustos.
Hay personajes literarios universales cuyos rostros nos han sido impuestos por el cine, pero estoy seguro de que cada lector de los relatos de este concurso imaginará a una Abelina o un Andrés muy diferentes. Mi aportación por tanto es (no puede ser de otro modo) subjetiva, y en este caso ajena a la voluntad de los autores. He intentado por ello hacer una descripción alejada de las escenas, excepto en el caso de la vaca de “Hausnarrean”, que es un personaje menos comprometido por tratarse de un animal. En “La plaga” y “Dueños de nada” he hecho una descripción panorámica del paisaje concreto en el que se desarrolla la acción, lugares que existen realmente y sobre los que no me ha resultado difícil documentarme. Como curiosidad, en el caso del valle de Rhemes utilicé Google Earth para situarme en el punto de vista más favorable para mi propósito, incluyendo después el mar de nubes y el personaje. En ambos casos incluí detalles que hacen referencia al relato.
Sin duda el más comprometido ha sido el dibujo que ilustra “Hito”, donde reproduzco una escena concreta y un entorno que seguramente solo existía en la imaginación de su autor. También es una ilustración documentada, y espero que se haya aproximado a lo que él tenía en mente cuando escribió el cuento.
Quiero agradecer su colaboración al resto de miembros de los jurados: Haritz Monreal, Maria Luisa Aizpuru, Joseba Erkizia, Suso Ayestarán, Rosa Eguren y el propio Juancar Sanz.
“Piedra, Papel, Lápiz” es el título de la exposición que se podrá ver en el Club Vasco de Camping desde el 11 de septiembre (inauguración con aforo limitado a las 19:00h) hasta el 21 de octubre.
Esta exposición colectiva reúne la obra de diez artistas de ambas vertientes del Pirineo con una temática montañera muy particular: el croquis de escalada. El croquis es un recurso práctico imprescindible a la hora de afrontar cualquier ruta de escalada. Reúne la información necesaria en cuanto a localización, orientación y dificultad para afrontar una empresa compleja y no exenta de riesgos. Pero además, en muchos casos, el croquis incorpora elementos artísticos alusivos al espíritu que anima la actividad de los creadores de la vía o, simplemente, elementos decorativos que suponen una forma de expresión de la creatividad de quien ejecuta dicho croquis, a veces, pero no necesariamente, el propio escalador. Esto ha sido así siempre y podemos decir que la tradición ha creado una especie de “cultura del croquis”, que es lo que venimos a mostrar en esta exposición.
Además de reunir a estos diez autores, el Club Vasco de Camping ha rescatado los cuadernos de apuntes de su grupo de alta montaña de los años ochenta, en los que se consignaban las actividades de sus miembros, algunas de ellas punteras, acompañadas muchas veces por croquis con diseños decorativos, documentos de valor histórico para el club que serán expuestos también junto al resto de las obras.
Poco a poco, la fotografía ha ido relegando el dibujo a un segundo plano en la descripción gráfica de las rutas de montaña, sin embargo, en la escalada, el dibujo esquemático ha demostrado ser una herramienta plenamente vigente y, muchas veces, más precisa. Las nuevas tecnologías se han incorporado también a este restringido ámbito de creación artística, multiplicando los recursos técnicos de los autores. La muestra reúne, precisamente, no solo distintas sensibilidades o conceptos en torno al croquis de escalada, también técnicas diferentes y distintos recursos de tecnología y oficio.
En la exposición podremos ver trabajos de: Luis Alfonso, Eli Azurmendi, Armand Ballart, Philippe Barthez, Rafa Elorza, Blandine Laborde, Olivier Langlumé, Francine Magrou, Christian Ravier y Juancar Sanz.
Club Vasco de Camping Elkartea, c/Prim 35 (entrada por Árbol de Gernika). Del 11 de septiembre al 21 de octubre.
Filomena, Filo para los amigos, llegó a casa con dos años tras pasar una larga temporada en la protectora y por alguna experiencia previa, no grata, que quizá recuerde todavía. Se mostraba temerosa ante las voces masculinas especialmente graves. Vino a cubrir un hueco en la familia y, sabedora de ello, se entregó desde el primer día.
La recuerdo escuálida todavía, la primera semana con nosotros, con el pelo lacio y descolorido. Llegamos a los neveros de Tortiellas, al pie del Aspe, y todavía quedaba allí una buena cantidad de nieve. Supongo que era la primera vez que pisaba aquella sustancia refrescante, resbaladiza y que se podía morder y escarbar. Fue una fiesta. Se volvió loca. Corría de lado, saltaba, mordía la nieve, gruñía y salía disparada. Fueron unos minutos, hasta que se serenó agotada, en los que gozó como no he visto gozar nunca a ninguna criatura. Aquella actuación me reconfortó, pensé que un bicho capaz de desinhibirse de esa manera, de dar rienda suelta a toda la energía probablemente reprimida durante mucho tiempo y capaz de divertirse así, tenía que estar curada de posibles traumas pasados o, al menos, debía tener ganas de curarse. Lo estaba, como el tiempo se encargó de demostrar.
Hoy hemos pasado por aquel mismo lugar, no había nieve y Filo ha madurado bastante. Tiene ya ocho años y un carácter sereno y paciente. Se ha convertido en la compañera perfecta y, por supuesto, en el miembro de la familia de pleno derecho que todos esperábamos.
Material: Juego de friends, fisus y cintas para puentes de roca. 12 express
Sergio Martín y Rafa Elorza (CVCE) 2019
El segundo monolito
Vía abierta el 19 de octubre de 2019, que posteriormente hemos equipado con anclajes fijos en reuniones y algunos pasos. La proximidad de dos buitreras en la parte superior recomienda no escalar la vía durante la primera mitad del año. La ruta sigue una especie de espolón rocoso discontinuo hasta llegar a una evidente arista perpendicular en el zócalo superior. Se recorre un primer espolón que se asciende en dos largos (primer monolito) para alcanzar la base del siguiente espolón mediante un rápel y ascenderlo (segundo monolito) hasta una cresta intermedia que nos lleva hasta la base de la arista final. Hay que prestar atención a la roca en todo momento: aunque hemos limpiado los bloques sueltos más evidentes, se trata de una escalada en un medio con tramos inestables, es responsabilidad de cada cordada comprobar la consistencia del terreno durante la progresión. Hemos equipado todas las reuniones con parabolt de 10mm.
En el reloj de arena
Los dos primeros largos están limpios, el L1 sigue un diedro evidente que se convierte en fisura (IV+), hasta llegar a una repisa donde se monta reunión sobre dos parabolts. El L2 sale a la izquierda y por terreno fácil (III) busca la cresta del monolito hasta una horquilla. Reunión y rápel de 15m. L3, terreno con presas invertidas donde se encuentra el paso más duro de la vía, corto y más incómodo que físico (6a), protegido por dos parabolts, hasta llegar a ellos se puede proteger bien con friends o fisus pequeños. Se continua por terreno más fácil hasta la R3. Los L4 y L 5 siguen la cresta entre árboles por terreno fácil (II – III – IV), la R4 tiene un gran bloque que se balancea, muy cómodo para sentarse, al que hemos llamado «la mecedora». El final del L4 tiene un murito de IV donde hay que prestar atención a la roca y por el que se llega a la R5 en plena arista bajo el paso característico de la vía. Para salir de la reunión hay primero un corto paso de V que se protege bien en una evidente fisura. Nos situamos bajo el pequeño desplome en un estrechamiento de la arista (el reloj de arena) con buenos agarres invertidos (V+) de solidez a comprobar. Paso protegido con un parabolt y un puente de roca. Se continúa por la arista, escalando un corto diedro a la izquierda (V-) y pasado un parabolt se sale hacia la derecha (un clavo) buscando un canal más fácil (IV) hasta la última reunión sobre dos puentes de roca y un parabolt.
Se giró con la convicción de que alguien lo estaba observando. Llevaba rato paleando y le dolía la espalda, pero no había hecho todavía ni la mitad de aquella tarea tan agotadora como poco productiva. Últimamente le había dado por pensar que quizá había aceptado el trabajo bajo una idea equivocada, una idea romántica y equivocada de lo que podía ser pasar varios meses prácticamente solo, totalmente aislado del mundo si no fuera por el frágil cordón umbilical de una achacosa emisora de radio. Hacerse cargo durante el invierno del pequeño refugio de Lauralet, una simple cabaña con paredes de piedra y un tejado de pizarra a dos aguas, cuyo desván albergaba la habitación para no más de una docena de huéspedes, le había sonado como una oportunidad irrenunciable. Podría tener a mano todas aquellas montañas como si fueran suyas, sin tener que compartirlas con nadie y, además, se llevaría un buen dinero para sus proyectos montañeros de verano, sobre todo por lo que iba a dejar de gastar en ese tiempo. Pero ahora dudaba.
El valle de Lauralet está fuera de los núcleos de atracción montañera más característicos de la cordillera. Sembrado de numerosos picos secundarios, no hay sin embargo ninguna gran montaña que despierte los deseos de los coleccionistas de cimas. Durante el verano es visitado sobre todo por espeleólogos que exploran las anfractuosidades de uno de los complejos kársticos más grandes de Europa y por unos pocos caminantes de paso. Las tardes de verano la pequeña hondonada bajo el collado, donde se sitúa el refugio, suele ser un lugar animado donde los montañeros reposan en amigable charla con una cerveza, haciendo tiempo para la cena. Martín había descubierto, después de varias semanas de duro invierno, que aquella hondonada protectora era a la vez un fondo de saco al que iban a parar las toneladas de nieve arrojadas al macizo por las tormentas, como si fuera un agujero negro o un atractor que engullía sin descanso todos los copos helados que los vientos arremolinaban caóticamente en muchos kilómetros a la redonda. Ahora, una vez más, maldecía tratando de liberar el acceso a la pequeña puerta metálica y de abrir un pasillo transitable hasta la leñera y, al otro lado, a la letrina, una tarea que podía llevarle una jornada entera.
Se volvió al sentir de manera vívida esa sensación de ser observados que nos asalta a veces en la más completa soledad, cuando estamos concentrados en una tarea absorbente. Era raro que hubiera nadie, en dos meses únicamente un grupo de cuatro esquiadores franceses había pasado por allí; además, tras el intenso temporal de nieve los accesos estaban intransitables, las laderas necesitaban varios días para purgarse y nadie en su sano juicio osaría acercarse en un tiempo. Aun así, Martín se volvió fijando la mirada en el collado de la Pastora, el acceso flanqueado de esbeltas agujas de roca caliza que da paso a la dolina en la que se sitúa el refugio, y por donde se acercan los escasos visitantes en invierno. Y tuvo la percepción clara de que alguien se acababa de esconder tras una roca, rehuyendo su mirada. Lo había visto, o había creído verlo. Se frotó los ojos para escrutar el perfil quebrado frente a él, molesto por la luminosidad de aquella mañana soleada sobre el brillo rutilante de la nieve recién caída, pero no observó nada diferente a las siluetas familiares de laderas nevadas y roca que lo acompañaban en su retiro desde hacía tanto. Se quedó allí un buen rato, tratando de arbitrar en esa pugna entre la percepción clara de lo que creía haber visto y la convicción absoluta de que no podía haberlo visto.
Faenando con su pala atrás y adelante, se preguntaba qué pintaba en aquel lugar perdido, alejado de todo y de todos, habitante de un mundo en ninguna parte. Fuera de las esporádicas visitas al pueblo, con el tiempo justo para hacer la compra imprescindible, el único contacto con la realidad eran las conversaciones entrecortadas a través de la radio dos veces por semana con Mauricio, el guarda del refugio de Blansell, un auténtico hotel en la montaña cuyo tejado podía ver brillar a veces en la lejanía. Mauricio era un tipo amable, pero parco en palabras y apresurado siempre, que interrumpía la conversación precipitadamente ante lo perentorio de sus supuestos quehaceres. La otra persona con la que hablaba regularmente era Eduardo, un greim de la base de Beldués que lo llamaba de vez en cuando, mientras estaba de guardia. Eduardo era del valle y conocía a todo el mundo. Todo el mundo, en el universo montañés de Eduardo, incluía no solo a los habitantes humanos, sino también a cada una de las vacas y probablemente de las ovejas y carneros que pastaban por aquellas laderas, además de a cualquier pico, loma o promontorio rocoso que tuviera una forma identificable. Las conversaciones con él eran un bálsamo para el espíritu abrumado de Martín, un consuelo cuyo efecto lo acompañaba durante varios días.
La emisora estaba ubicada en el zaguán del refugio, un zaguán amplio donde los huéspedes se descalzaban antes de entrar y dejaban los bártulos sobre las baldas de madera, y que era el espacio más luminoso del edificio. Los días despejados el sol calentaba por la tarde aquel lugar y las conversaciones con Eduardo, sus chascarrillos, anécdotas y novedades sobre la vida social del valle de Beldués, reprogramaban la mente de Martín encasquillada por la rutina solitaria. Fue Eduardo quien le dijo, en alguna de aquellas charlas, que no debía esperar muchas visitas de montañeros en el refugio, que pasaría semanas sin ver a nadie, que era lo habitual y se hacía duro: ninguno de los guardas que habían pasado por allí antes que él había durado más de una temporada. En realidad, el refugio no era rentable durante el invierno, pero la federación lo mantenía abierto por un compromiso de servicio, no había ningún otro cobijo en la zona, y era obligado que estuviera guardado porque, si nadie se hacía cargo, después de tres o cuatro temporales de nieve quedaba enterrado bajo más de diez metros de nieve, estando, como estaba, en un hoyo.
Tras el zaguán, se entraba al sencillo comedor, donde dos mesas de madera recia a derecha e izquierda, con bancos corridos, podían llegar a dar servicio hasta a veinte comensales. Una escalera tosca de mano daba acceso al dormitorio, en el que dos filas de colchones y una cantidad ingente de mantas dobladas y apiladas en un rincón se ofrecían para un máximo de doce personas. El último espacio, tras la cocina, era un habitáculo bastante amplio que servía a la vez como despensa y como habitación para los guardas, dos durante el verano, que se acostaban en una litera más bien estrecha. Además, en la parte exterior del edificio principal había una cabaña para la letrina y un pequeño adosado de obra para herramientas y leñero.
Desde aquel día, Martín no podía quitarse de encima la sensación de sentirse vigilado cada vez que salía al exterior. Giraba la vista una y otra vez, con rapidez deliberada a veces, como queriendo pillar por sorpresa a un posible observador, y no podía evitar la percepción clara de haber visto a alguien escondiéndose tras la roca de la Pastora. Esta era una roca característica, de caliza oscura, de unos cinco metros de altura, que se erguía como un menhir inestable junto al collado del mismo nombre. Según se ascendía por el valle recordaba vagamente a una figura infantil, pero cuando se observaba desde el punto de vista habitual de Martín, a la puerta del refugio, la semejanza era impactante, parecía una niña ataviada con una capucha, la cabeza inclinada hacia adelante y el rostro cubierto por las dos manos, como si estuviera llorando. De ahí el nombre. Durante el invierno, una gran masa de nieve se acumulaba siempre entre esta roca y otra contigua, el doble de grande y de caliza más clara, a la que llamaban “el Padre de la Pastora” y entre esta y la pared rocosa que cerraba el collado por el norte, acentuando aquella impresión de esculturas gigantes, enmarcadas sobre un fondo blanco que les ayudaba a resaltar.
Martín llevaba ya tres meses en aquella soledad desquiciante cuando se descubrió una tarde gris y oscura de finales de enero buscando posibles huellas en la nieve, alrededor de la Pastora. El rastro de algún sarrio perdido, incluso una perdiz nival o un cuervo en busca de desperdicios le habrían bastado para tranquilizarse. Necesitaba un atisbo de explicación racional para neutralizar lo que empezaba a ser una obsesión preocupante. Sin embargo, no encontró nada, solo la superficie de nieve impoluta sobre la que minúsculas partículas heladas gravitaban a merced del viento. La evidencia de que aquella sensación era fruto de su imaginación trastornada por la soledad, sumió a Martín en un estado de zozobra que lo confinó en el interior del refugio. Apenas salía al exterior, en realidad pasaba los días tumbado en la litera, arrebujado bajo ocho mantas, sin apenas energía para levantarse a realizar las escasas tareas cotidianas, ni siquiera para encender un fuego que alegrara un poco el interior del edificio. Durante ese tiempo alojó a un par de grupos. Los días en que los clientes lo obligaban a mantenerse activo, Martín volvía a la normalidad, su impresión de que alguien lo observaba desde el exterior desaparecía por completo y recobraba de nuevo su talante natural, habitualmente bienhumorado. Pero en cuanto se quedaba solo, aquella sospecha irracional iba en aumento, como una emanación tóxica e invisible que lo impregnaba todo. Y cuando el azote de las tormentas de nieve llegaba a su apogeo y los días casi no se distinguían de las noches, aterrado por el aullido lúgubre del viento, creía volverse loco. Entonces, la única forma de hallar la paz era beber, beber hasta caer obnubilado e inconsciente en aquel rincón mullido, como un animal agotado en lo más profundo de su guarida.
A mediados de febrero una tormenta de nieve llevaba tres días con sus noches ensañándose con violencia inusitada. Nevaba sin descanso y Martín tenía dificultades para evitar que la puerta del refugio quedara definitivamente atrancada. Tenía que empeñarse para liberarla y, para salir a la superficie, había tallado escalones en un embudo en la nieve de casi tres metros que le costaba mantener despejado. El viento bramaba alrededor con un rugido ensordecedor, como si una bestia inmensa fuera a devorar el edificio entero y, de vez en cuando, los truenos hacían temblar las vigas. Las ventanas, cegadas bajo la montaña de nieve que se acumulaba en la hondonada del collado de Lauralet, no dejaban pasar la luz, y Martín vivía día y noche en la penumbra, bajo la luz tenue de dos lámparas de gas y alguna vela. El generador había dejado de funcionar y en aquellas condiciones era difícil acceder a él; dado el estado de ánimo de Martín, podría decirse que imposible. La radio también había dejado de funcionar, probablemente la antena, situada a cierta distancia sobre una roca, habría sido abatida por el vendaval. Durante la última comunicación, Eduardo lo había advertido de la depresión de dimensiones fabulosas que se había instalado en la región, era previsible que las nevadas duraran más de una semana, con breves intervalos de calma. “Ponerse al pairo y resistir” era la expresión marinera que había utilizado Mauricio como consigna.
Martín dormitaba enredado en sus mantas, con la botella de anís bajo el somier, cuando sonó la campanilla. Primero pensó que era una ilusión, un engaño de sus sentidos embotados por el alcohol. Pero, ante la insistencia de la llamada, se incorporó tratando de interpretar el significado de aquel sonido incongruente. La campanilla de latón, con su estridente badajo, estaba situada a un lado de la puerta y, para que no sonara balanceada por los ventarrones, se solía bloquear con una sencilla cadena que se fijaba a tensión sobre un gancho. Martín pensó que se habría soltado, tomó un trago y volvió a tumbarse indiferente. Pero la campanilla siguió sonando con obstinación. El guarda se vio obligado a abandonar el calor del lecho y, cruzando el refugio con desgana, se dirigió a la puerta con la idea de volver a fijar la cadena en su sitio. Luchó con aquella maldita puerta atascada por la nieve y el hielo y, cuando consiguió abrirla, se quedó de piedra: una niña negra lo miraba inmóvil mientras su menudo cuerpo tiritaba aterido bajo un abrigo de lana rojo, los hombros y la capucha cubiertos por la nieve. Había un abismo profundo tras aquella mirada. Un abismo de tristeza y de miedo que no necesitaban de palabras para ser expresados. Pasaron unos segundos así, dos figuras mudas mirándose en mitad de la ventisca. Martín no reaccionaba, no podía dar crédito a lo que veía, hasta que dos enormes lágrimas se deslizaron por las mejillas de la niña, marcando surcos oscuros que se abrían paso sobre la piel cubierta de escarcha para rescatarlo a él de aquel embotamiento del pensamiento. Tomó a la niña de la mano, una mano fría como la propia nieve, y la invitó a entrar.
De repente, toda la confusión fruto del alcohol, aquella especie de sordina con la que percibía la realidad, se disipó como una niebla tenue arrastrada por el viento. Cerró la puerta y llevó a la niña hasta la cocina, la sentó allí junto al hogar, le quitó el abrigo y la cubrió con un par de mantas. Ella seguía tiritando mientras sus ojos atónitos recorrían escrutadores toda la estancia. Martín se apresuró a encender el fuego y trajo unos calcetines gruesos de lana para ella. Le quitó los suyos empapados bajo unas viejas botas raídas y descosidas y le puso con cuidado los secos. Durante ese tiempo, ninguno de los dos pronunció una sola palabra. Martín trataba de dar sentido a aquella aparición tan asombrosa y al mismo tiempo tan real y tangible. El cuerpo de la niña dejó de temblar; la escarcha que cubría su piel se fundió dejando un brillo húmedo sobre sus oscuras mejillas y sus rizos tomaron un color negro profundo, adornado de destellos azules. Hacía rato que la mirada de la niña había quedado anclada en la puerta del frigorífico, y Martín creyó adivinar en ella un brillo de admiración y deseo. Se giró y vio la mariquita de plástico pegada sobre la puerta. Se levantó para coger el imán y se lo ofreció a la niña, ella lo aceptó con cuidado extendiendo su mano y, tras contemplar aquel pequeño tesoro unos segundos, la cerró para esconderla entre las mantas que la envolvían. Aquel pequeño obsequio dio pie a Martín para tratar de iniciar una conversación, la interrogó preguntando con suavidad su nombre, de dónde venía, con quién había subido hasta aquel lugar… pero, confirmando sus temores, la niña no respondió a una sola de aquellas preguntas, mostrándose indiferente, absorta observando cuanto la rodeaba. Pese a estar frente a frente, Martín la sentía en un mundo diferente, como si su coincidencia fuera solamente aparente y estuviera frente a un espectro que se esfumaría de un momento a otro sin dejar rastro.
La niña no respondía, de hecho parecía no escuchar, pero dio cuenta rápidamente del plato de sopa caliente que Martín le ofreció, también del estofado de carne y de una manzana asada que devoró con entusiasmo. Cuando le señaló el revoltijo de mantas en el que hacía un rato había estado acostado el guarda, la niña se deslizó bajo ellas y se durmió de inmediato haciéndose un ovillo. De pie allí, contemplándola en aquel sueño reparador, Martín recobró el ánimo que le había faltado las últimas semanas. Salió al exterior para traer algunos leños con que alimentar el fuego y pensó que, en cuanto amainara la tormenta, subiría a arreglar la antena: debía notificar cuanto antes la aparición de la niña, alguien la tenía que estar echando de menos. Era noche cerrada y el viento había dejado de aullar, el interior del refugio se había caldeado y la temperatura era confortable. Nevaba mansamente cuando Martín decidió acostarse en la litera de arriba. Tras colocar el abrigo empapado sobre el respaldo de una silla cerca del fuego, arropó a la niña y, en un gesto de afecto, besó su frente. El contacto helado de su piel en los labios lo sorprendió, causando una reacción instintiva de rechazo. Perplejo ante esa sensación inesperada, cogió otra manta más para cubrir con cuidado aquel cuerpo menudo, frío como un cadáver. Si no fuera por el ostensible vaivén de las mantas que la cubrían, al ritmo de su respiración pausada, se diría que aquella criatura estaba muerta.
No fue una buena noche para Martín. Despertó angustiado, como agitado por un sueño inquietante que, sin embargo, no conseguía recordar. Entonces vino a su memoria aquel beso de tacto gélido de la víspera, y recordó a la niña. Había amanecido, una tenue claridad se intuía a través de la parte superior de la ventana cubierta por la pared de nieve. Se asomó a la litera de abajo y, en la penumbra, solo vio el amasijo de mantas revueltas. Encendió la frontal y dirigió hacia allí el foco. La niña no estaba. Se despertó de golpe y bajó de la litera de un salto. Tampoco estaba el abrigo. Martín gritó. Desconocía el nombre de la niña y gritó algo así como ¡Niña, niña, dónde estás! No obtuvo respuesta. Buscó por todo el refugio, encendiendo a su paso las lámparas de gas. Miró en los lugares recónditos tras la despensa, detrás de la montaña de mantas del dormitorio, bajo las mesas, en el rincón de la cocina bajo la fregadera: la niña había desaparecido.
Martín se abrigó apresuradamente y salió en su busca. Mientras empujaba tratando de abrir la puerta metálica trabada por la nieve acumulada y por el hielo que se formaba en las rendijas, pensó en la imposibilidad de que aquella niña hubiese podido desatrancarla para salir de la casa. Pese a ello, siguió forcejeando hasta que la puerta cedió y subió los escalones de dos en dos. Un paisaje blanco y cegador se extendía ante él. Una bóveda añil, sin una sola nube, cubría hasta el horizonte un relieve ondulante de montañas luminosas. El refugio de Lauralet había desaparecido por completo, en su lugar, solo había una ondulación más en la nieve adornada por una chimenea de piedra que asomaba discretamente. Bajo sus pies el acceso al refugio parecía el pequeño orificio de un agujero de marmota. Martín miró a su alrededor buscando las huellas de la niña en la nieve, pero no halló rastro alguno. Pasó la mañana deambulando alrededor, antes de volver a entrar en el refugio para inspeccionarlo todo con más atención. Allí seguían los cubiertos que había utilizado para dar de cenar a la niña y la silla pegada a los rescoldos del fuego de la víspera, faltaba también el imán con la mariquita. Pero ni rastro de la niña. Al mediodía Martín se dirigió al pequeño promontorio de la antena con idea de repararla. Tenía que dar aviso cuanto antes para que se iniciara la búsqueda. Un nuevo frente de nubes de mal aspecto había empezado a asomar por el noroeste. Según cavaba sobre el montículo de nieve, una idea comenzó a apoderarse de él cada vez con más fuerza, expresada en forma de pregunta: ¿Qué evidencias había de que el episodio de la niña no hubiese sido fruto de su imaginación? Se detuvo de repente y se sentó sobre la nieve empujando la pala con desesperación. El cielo estaba prácticamente cubierto y una brisa helada, como un mal presagio, lo obligó a ponerse el gorro de nuevo. Estaba seguro de que nadie en el valle habría oído hablar de esa niña, que nadie la habría echado de menos, que lo tomarían por loco si decía algo. En todo caso, entablaría una conversación casual con Eduardo y, si había algo, seguro que sería informado. Se quedó así, mirando al horizonte absorto en sus pensamientos, y entonces la vio.
El collado de la Pastora, situado a un centenar de metros frente a él, había sido barrido por aquella enorme avalancha. La roca de la Pastora había desaparecido por completo y la contigua, más grande, estaba inclinada en posición amenazante. Se acercó hasta el lugar hundiéndose hasta las caderas y se asomó a la otra vertiente. La avalancha de nieve y rocas se había deslizado desde lo alto, varios cientos de metros más arriba. El collado era irreconocible, en la parte superior de la montaña el derrumbe había dejado al descubierto la inestable superficie de rocas sueltas, algunas del tamaño del refugio de Lauralet. Aquel no era un lugar recomendable para estar. Además, una espesa niebla había comenzado a reptar arrastrándose desde el collado francés y parecía que empezaba a nevar. Martín volvió al abrigo del edificio. Sin embargo, en cuanto cerró la puerta tras de sí se sintió abatido, prisionero en aquella maldita cárcel enterrada en la nieve y atrapado por sus propias fantasías, que rayaban la locura. En ese instante tomó la decisión de marcharse.
Si los días anteriores las tormentas habían azotado con fuerza, la de esa noche fue todavía más intensa y formidable. Los truenos retumbaban sobre el refugio mientras un viento ensordecedor rugía con voces monstruosas. Martín, asustado, ni siquiera se atrevía a tumbarse. Sentado sobre la litera y con los sentidos alerta, envuelto en sus mantas, solo podía mantener fija la mirada en la puerta del refugio, como si esperara el ataque de un enemigo poderoso a punto de derribarla. Oía voces graves en el viento, voces amenazadoras, desesperadas, una especie de grito profundo y salvaje vagando alrededor de las paredes del refugio. Luego vinieron los golpes y arañazos y, en mitad de aquel infierno atroz, sonó de nuevo la campanilla. Insistente, desesperada, obsesiva. Martín no se movió del sitio, tapándose los oídos, se agachó para esconder la cabeza entre las rodillas. Y lloró. Aterrorizado, lloró en esa posición durante muchos minutos, tal vez horas. Hasta que la campanilla dejó de sonar y la tormenta fue amainando poco a poco. Justo antes del alba se quedó dormido.
Cuando despertó, reinaba otra vez el silencio y el día estaba avanzado. Quería salir de aquel lugar cuanto antes, convencido de que una oscura amenaza ponía su vida en peligro. Salió al exterior y comprobó horrorizado que una nueva avalancha había cubierto de rocas arrastradas por la nieve la parte trasera del refugio, dañando una de las paredes. Miró hacia el collado de la Pastora y vio que la roca grande también había desaparecido. Tratando de ahuyentar aquella idea absurda, aquella fantasía sin sentido que lo había perseguido durante la noche, entró en el refugio para recoger sus cosas y meterlas en una mochila.Ordenó apresuradamente todo y al doblar las mantas un objeto rodó sobre el colchón de la litera hasta caer al suelo. Era una pequeña caja negra, cilíndrica, con un simple asidero blanco en forma de bola en la tapa, que Martín no había visto nunca. La recogió del suelo. Contra lo que le había parecido, no estaba pintada, era una caja de madera muy negra, pulimentada y brillante. Algo sonaba en su interior al moverla. La abrió y se quedó atónito al ver la mariquita que hasta la víspera había decorado la puerta del frigorífico.
Confuso ante aquel hallazgo que parecía confirmar la visita de la otra noche y ratificar de alguna manera sus oscuras fantasías, Martín cerró el refugio dejando únicamente abierto el acceso al zaguán para posibles casos de emergencia. Se calzó los esquís y remontó la pendiente camino del collado. El viento estaba en calma y una niebla densa y estancada dibujaba las formas a su capricho. Cuando llegó al paso, Martín comprobó la ausencia de la Pastora y el Padre de la Pastora. Al desaparecer las dos rocas el espacio era mucho más abierto, haciendo muy presente su ausencia. Un escalofrío le recorrió el espinazo y una sensación demasiado parecida al miedo lo empujó ladera abajo sin pensar en el riesgo de esquiar aquellas pendientes tan cargadas de nieve. Tuvo suerte. Martín era un buen esquiador y encadenó con fluidez un giro tras otro espoleado por la impresión de ser perseguido, acelerando el ritmo de la bajada hasta el límite, ciego de adrenalina, poseído por una mezcla de pánico y euforia, consciente de dejar atrás aquel infierno y sus horrores.
Cuando el autobús de línea lo recogió cerca de la piscifactoría, Martín volvió la mirada para contemplar aquel lugar que sabía que nunca más volvería a visitar. Sobre la interminable ladera poblada de pinos aplastados literalmente bajo toneladas de nieve, el mundo se acababa de repente y una nube espesa y blanca ahogaba lo que quiera que pudiera haber allí arriba, como un sudario que dibujara la frontera tras la que habitan los muertos.
Martín pudo justificar la huída por las peligrosas condiciones del lugar tras las avalanchas, confirmadas por la Guardia Civil tras un reconocimiento desde el helicóptero. El refugio fue clausurado y no volvió a dar servicio hasta el verano. Sobre la niña, el guarda no dijo nada, ni oyó nada sobre ninguna desaparición. Meses después, con una cerveza en la terraza del bar de Marta, en una conversación entre amigos, alguien preguntó a Eduardo sobre el nombre de aquellas rocas cuya silueta había dejado de verse desde el pueblo, y Eduardo contó la historia de Ramón, el Africano, y su hija Margarita.
Ramón Sobella, vecino de Beldués, era un joven de familia pobre con un futuro incierto de miseria y privaciones a principios del siglo XX. Como otros jóvenes del valle, emigró a Fernando Poo en 1910, tratando de labrarse un porvenir. Trabajó en las plantaciones de cacao, donde llegó a ser capataz y a ahorrar un buen dinero. En 1942 desembarcó del autobús en la plaza de Beldués con una gran maleta y una niña negra de piel lustrosa de la mano. Compró casa en el pueblo y medio centenar de vacas pardas. Se dedicó al pastoreo, siempre acompañado de la pequeña Margarita. Ramón era especialmente reservado sobre la niña, lo era en realidad con todas las cosas, apenas hablaba de su experiencia africana y lo que se sabía en el pueblo, se sabía en realidad por terceros. Aquella criatura exótica y distante solo hablaba bubi, la lengua autóctona de los nativos de Fernando Poo, con la que se comunicaba con el Africano. Una noche de verano, como tantas veces, Margarita salió de la cabaña del Sabre, donde pastaban sus vacas, a coger luciérnagas con su cajita de ébano. Nunca se separaba de ella e introducía allí los “bichos” que encontraba. Era una caja preciosa de ébano brillante y un asa de marfil que había traído consigo de África. Aquella noche la niña no volvió a la cabaña y Ramón dio la voz de alarma. Todo el pueblo se volcó en la búsqueda durante dos días con sus noches, sin resultado. El tercer día se desató una tormenta colosal y se dejó de rastrear el monte. Pese a las advertencias, Ramón se empeñó en continuar la búsqueda solo. Los torrentes bajaban desbocados con furia inusitada, hubo daños en algunas casas por la crecida y desprendimientos en las laderas empinadas. Aquel fue el día en el que el puente del ayuntamiento se vino abajo. La lluvia, luego más calmada, duró todavía otros cuatro días, durante los cuales no se vio al Africano. En realidad nada se supo de él nunca más, ni de su hija. Como consecuencia de aquella tempestad, la inestable ladera del pico de la Mina, cerca de Lauralet, se derrumbó una vez más, y dos grandes bloques de caliza quedaron en pie como custodios del puerto de Francia, al que desde entonces se llamaba el puerto de la Pastora. El bloque más pequeño, de caliza negra, con forma claramente humana, fue llamado la Pastora y el otro, más grande y de caliza blanca, el Padre de la Pastora. Algunos en el pueblo, los más impresionables, decían que la Pastora se movía. Todos rieron, todos excepto Martín, ensimismado en sus pensamientos.
Habían pasado cinco meses, la nieve se había retirado por completo y el paisaje estival lucía luminoso, dominado por el verde de la vegetación jalonado por esbeltos picos sobre el valle. Pero en sus sueños, Martín volvía una y otra vez a aquel universo asfixiante y gélido de nieblas y blanco infinito. Se despertaba perseguido por Ramón Sobella buscando a su hija Margarita. Y escuchaba nuevamente, sin descanso, su grito angustiado alrededor del refugio, los golpes, los arañazos y, cuando en el apogeo de la pesadilla sonaba aquella campanilla estridente, se despertaba sudoroso y se quedaba un rato mirando la caja de ébano, tratando de descifrar el sentido de lo vivido allá arriba.