La luz comenzaba a declinar por momentos, rebuscamos en el interior de nuestras mochilas para preparar las frontales mientras esperábamos a Poto y Alberto. Estábamos cansados y hambrientos, la escarcha y la nieve que caía mansamente habían blanqueado nuestras capuchas, afortunadamente no hacía viento. Ateridos, esperábamos en silencio junto al poste indicador, el único objeto discernible en un paisaje cubierto por la gran nevada. La niebla no permitía ver nada más allá de tres o cuatro metros, de hecho, hacía un rato habíamos pasado de largo junto a nuestra única referencia de situación camino del refugio de Igaratza. Al comenzar a perder altura por la otra vertiente, quien iba en cabeza se detuvo bruscamente haciéndonos tropezar unos con otros.
-¡Mierda, estamos bajando!
A esas alturas caminábamos como autómatas, la subida por Minas con nieve hasta la cintura había sido muy dura, los pantalones de pana estaban calados y la nieve se nos colaba por todas partes. Faltaba poco para que anocheciera y había que encontrar el refugio.
El poste indicador fue como una aparición milagrosa en mitad de la nada ¡salvados!
La distancia que separa este lugar del pequeño refugio libre de Igaratza es pequeña, pero en aquellas condiciones decidimos organizarnos para no despistarnos, perder la huella suponía perder el poste indicador y, con lo que nevaba, nuestro rastro no podía durar más que unos pocos minutos. Cuatro nos quedaríamos en el poste y dos se pondrían las zapatillas de esquiar e irían en busca del refugio con los esquís, una vez orientados volverían a por sus mochilas y nos reagruparíamos. Siempre podríamos comunicarnos a gritos.
La cosa funcionó. Junto a la fuente de Errenaga, bajo la colina del mismo nombre, hay dos refugios públicos, uno bonito, antiguo y acogedor, construido en piedra y madera y pintado de rojo, como el próximo de los Amigos de Aralar, y otro feo, más moderno y frío, construido en hormigón. Nos dirigimos, como siempre, al primero, la puerta estaba cerrada y parecía atrancada por la nieve. Nos quitamos las mochilas y los primeros en llegar comenzamos a desatrancar la puerta. Hacía un rato que había oscurecido y a la luz de las frontales los copos de la nieve que caía se veían enormes.
-Os podéis sentar un rato, esto está duro de cojones.
-Déjame probar con esto. –Alberto se acercó con un bastón de esquí de aquellos de aluminio.
-Vamos al otro refugio.
-Espera, espera, a ver si la abro.
-Yo me voy, déjalo ya.
Tras un rato de forcejear con la puerta, desistimos. El grupo se puso en movimiento, quedamos Xanti, Antxon y yo, cogimos nuestras mochilas y salimos nosotros también.
-Vamos Antxon, mueve el culo.
Antxon estaba sentado sobre la nieve, no había sacado la frontal, en realidad ni siquiera se había quitado la mochila de la espalda y, cuando nos alejamos, se quedó allí a oscuras, cabizbajo, con su capucha cubierta de nieve recién caída.
-¡Antxon!
Xanti y yo nos miramos, algo no iba bien. Volvimos sobre nuestros pasos y lo zarandeamos.
-Venga, que hay que ir al otro refugio.
-Seguid vosotros, yo me quedo aquí.
A veces una frase banal puede sonar espeluznante. Lo dijo así, en un susurro: “yo me quedo aquí”. Jamás nadie me ha dicho algo tan absurdo, tan fuera de contexto.
Dejé a Antxon con su hermano y subí al otro refugio a por ayuda. En unos minutos habíamos subido a Antxon, le pusimos ropa seca y lo metimos en el saco de dormir, hicimos un té fuerte con abundante azúcar y al tercer sorbo dejó de balbucear y comenzó a expresarse normalmente, no recordaba nada y para cuando terminó la taza estaba en el mismo estado que los demás, es como si en cierto modo hubiese vuelto a la vida.
De vez en cuando la noticia de la muerte de algún pastor o de algún excursionista en Aralar, debido al frío, nos sorprende. Parece que uno sólo pudiera morir de frío en las grandes montañas.
Aquella tarde hace ya muchos años, un grupo de chavales entusiastas, algunos casi adolescentes, subimos por el valle de Minas casi braceando para abrirnos paso por el paquetón de nieve durante varias horas, dispuestos a pasar un par de días esquiando en Aralar, Antxon, el más entusiasta, abría huella sin dejarse apenas relevar, para cuando llegamos arriba estaba exhausto. No sé a qué temperaturas estuvimos, pero a la mañana siguiente mis pantalones de pana, que había dejado sobre la mesa dentro del refugio, estaban helados, rígidos como si fueran de cartón.
La hipotermia es un peligro que acecha siempre cuando hacemos deporte en ambientes fríos. Aunque la sensación que tenemos al practicar esquí de fondo en una estación es la de tener todo bajo control, ¿qué ocurriría si una fractura tras una caída desafortunada nos inmoviliza a varios kilómetros de las instalaciones, estando solos a última hora? Esquiando generamos una cantidad enorme de calor, pero pensad por un momento cuánto tiempo podríamos sobrevivir quietos en ese sitio con la ropa que llevamos normalmente. En el blog cvcfondo hemos publicado esta semana un artículo sobre la hipotermia que podéis ver aquí.
¡ufff! ¡Con el calorazo que hace hoy…! Me diste a leer este relato hace unos años (tengo que recordarte un relato que escribiste «costumbrista» sobre un pintoresco personaje de Villanueva, a ver si te animas a publicarlo; a mí me encanto…) y entonces me impresionó tanto como hoy: ¡qué trabajo me das! ¿No podías aficionarte al golf? Claro, que, entonces, tú ya no serías tú…
A los ojos de tus hijos un poco ¿»silvestre» quizá? para jugar al golf. Por no hablar de la puntería…
Earra artikulua, emozionantea.
El bueno de Antxon tenia la misma actitud cuando en Finlandia llevabamos 60km. esquiando y nos quedaban 30. Es un bendito!!!
Ondo izan. Iñigo.
Un fenómeno, Antxon es un fenómeno.