Tiburcio, el primo de mi padre, mira con recelo las balas de plástico perfectamente enrollado que contienen la hierba recién segada. Él prefiere las metas de toda la vida, pero sus hijos han ganado por fin la batalla tras las largas discusiones. La explotación del caserío debe modernizarse adaptándose a los recursos de la época.
El caserío de Tiburcio se sitúa sobre una colina en el barrio de Jauregi, a caballo entre Hernani y Lasarte. Es ésta una tierra caliza, como toda la que rodea Hernani, donde la erosión propia de estos terrenos ha configurado un paisaje de formas redondeadas. Abundan los karsts y las dolinas , una de las cuales, cerca del caserío Agerre, vio hace años cegado su sumidero por las piedras que caían de la cantera de Santa Bárbara, dando lugar a la formación de una pequeña laguna que adorna el paisaje y que en mi infancia no existía. Abundan también las cuevas, como la que se abre a escasos pasos de la cumbre de Santa Bárbara, o la cueva del Caracol, a la que llamábamos así por sus galerías en espiral y en la que nos escondíamos huyendo de nuestros enemigos tribales en aquellas cruentas batallas infantiles.
Aprendí a escalar trepando por los contrafuertes calizos de Santa Bárbara de la mano de Jesús, de Alberto y de Poto, aquellas tardes de primavera adolescente haciendo piras del Instituto. El cisne sale del estanque, rodea el árbol y vuelve a entrar en el estanque… poética nemotecnia del nudo Bulin. Ellos me enseñaron. Había vías de aburridos nombres numéricos, la cero, la uno y medio, la tres, otras de nombres inquietantes como la Malestar, otras, las más difíciles, tenían nombres de mujer como la Maite o, sobre todo, la Mariví, estaba el bombo de Berrio, un auténtico desafío a la gravedad, o la simpática Búho, en honor al búho que un día habitó la pequeña cueva que se abre sobre el diedro extraplomado que la corona.

1977 Había que equipar las vías ¡Prohibido caerse! sin arnés ni pies de gato. Por supuesto, asegurados a hombro.
Cuántas mágicas tardes contemplando, desde alguna exigua reunión, el paisaje de verdes colinas salpicadas de caseríos con sus prados cercados, las huertas dibujando figuras geométricas, los pequeños bosquecillos de robles y los pinares, la discreta actividad en torno al caserío, un pequeño grupo de hombres y mujeres con las guadañas, los rastrillos, el carro de bueyes cargado de hierba y las metas, con su mástil y la tela de saco en la cúspide.
Cuando Tiburcio mira su caserío, echa de menos las metas en la composición de ese paisaje familiar y su rostro, de ordinario sereno y de mirada noble, se turba en un gesto de desaprobación, quizá simplemente de inquietud. No en vano, desde que él nació, las metas estaban ahí, durante muchas generaciones antes que él han estado ahí formando parte del paisaje. O quizá de algo más que del paisaje.
Hoy, las nuevas generaciones que acuden a Santa Bárbara, los “freeclimbers” que invaden sus paredes armados de pies de gato y saquitos de magnesio, se deleitan en la contemplación cuando miran desde lo alto hacia el caserío del primo de mi padre, sin embargo, pocos reparan en el cambio sutil que se ha producido en el paisaje.
A mí me pasa como a Tiburcio: me gustan más las metas que las balas de plástico…Es curioso cómo, de pronto, una se da cuenta de este tipo de cambios en el paisaje que nos rodea; es la confirmación de que el tiempo pasa, del camino recorrido. Y no sólo afecta al paisaje como tal, sino también a los personajes que lo habitan. En un ambiente alejado del que describes, como es el urbano, también se aprecian estos cambios. En mi última guardia conversando con un compañero de mi edad, y que vivía en el mismo barrio que el mío, estuvimos recordando edificios que ya no están (el frontón, el viejo Atocha, y otros…) y pasamos luego a hablar de figuras ya desaparecidas: Ángel el sereno vestido con su capa, el hielero pertrechado con su enorme gancho para arrastrar los bloques de hielo, Juliana la casera que recogía la txerrijana a cambio de alguna hortaliza, Tomás el vendedor de cupones (de los «ciegos», se decía entonces), acompañado de su inseparable Abundio que vendía los periódicos junto a la tabacalera con su cigarrillo entre los labios, siempre iban riñendo y siempre juntos…Ya ves, paisajes urbanos y rurales, de un tiempo que permanece alojado en la memoria. Nos quedan muchos paisajes por conocer, que no nos falten las ganas de disfrutarlos ni la ocasión de compartirlos. Besos.