El día de Reyes tiene un significado especial para mí. En la Nochevieja de hace catorce años mi hermano me dijo que tenía una sensación de hormigueo en los dedos meñique y anular de una mano, el día dos ingresó en Urgencias y pasó la semana hasta la víspera de Reyes en el Hospital. Esa noche me llamó por teléfono y me preguntó si podía ir a buscarle por la mañana. El médico no había accedido a dejarle ir a casa y él no estaba dispuesto a pasar la mañana de Reyes separado de su familia. Le dije que sí. A la hora convenida le esperaría en la puerta. Con aire decidido se levantó de la cama, se vistió y salió a la calle arrastrando ligeramente el pie. Para entonces yo ya había visto el escáner cerebral y sabía que iba a ser su última mañana de Reyes. Él también lo sospechaba, cuando la supervisora de la planta llamó a casa apurada y quiso echarle la bronca, fue lo que le respondió, entendía su postura, pero quería comer el rosco con su familia por última vez, al mediodía volvería al Hospital.

Seis meses después murió. La frase “seis meses después murió” ocupa apenas unos centímetros en la pantalla del ordenador. Sin embargo, es un espacio de oscuridad inabarcable, lleno de dolor y de preguntas sin respuesta. Un abismo al que, todavía hoy, me da miedo asomarme. Quienes hayáis vivido una situación parecida sabéis de qué hablo.

A primeros de año esquiamos en familia en Somport y volvemos puntuales a la cita del desayuno de Reyes. Mis sobrinas se apuntan a veces a venir a Villanúa. Ver reír a Anne junto a mí me reconforta.

Tenía cinco años y unos ojos enormes, que observaban en silencio…