El ser humano es una especie extraordinariamente adaptable, su endeble constitución física y su falta de protección frente al frío, obligarían a homo sapiens a ocupar un hábitat muy limitado, sin embargo, este bípedo desgarbado y cabezón tiene la capacidad de fabricar instrumentos y de proveerse de objetos que suplen con gran eficacia sus carencias. Hasta el punto de convertirse en una criatura extraordinariamente eficiente a la hora de adaptarse al medio, superando casi siempre con creces las capacidades de otras especies superespecializadas. Así, el ser humano fue dispersándose desde sus territorios originales en la sabana africana, ocupando, generación tras generación, los continentes vecinos hasta latitudes frías y terrenos escarpados.
Los asentamientos humanos en la montaña no están exentos de riesgos. La dinámica de plegamiento y erosión que modela la superficie de nuestro planeta pone en juego fuerzas extraordinarias a veces en un equilibrio precario. Demasiado precario. En un paisaje humanizado como el del Pirineo o el de los Alpes, los innumerables ejemplos de obras de ingeniería civil de los últimos siglos, dan muestra de esa capacidad humana para adaptarse a un medio hostil. Destacan las obras de reforzamiento de laderas para evitar derrumbes, avalanchas o avenidas de aguas torrenciales que en un medio donde la gravedad impone su ley inexorable se desatan a veces con fuerza devastadora.
Uno tiene la idea de que un glaciar es una masa compacta de hielo que se desliza valle abajo con parsimonia. Puede imaginar que torrentes de agua se deslicen bajo él impacientes, buscando apresuradamente cotas más bajas en las que remansarse en el lecho acogedor de un lago de montaña, puede incluso imaginar que el agua de deshielo en su superficie labre surcos que se escurran en el interior del cuerpo del glaciar por toboganes y galerías intrincadas, pero lo que no es fácil de imaginar es un glaciar relleno de líquido, como un globo de agua a punto de estallar o un bombón de licor.
La noche del 11 al 12 de julio de 1892 una catástrofe natural asoló el valle de St Gervais, a los pies del Mont Blanc. Una bolsa de agua de miles de metros cúbicos, atrapada en el interior del glaciar de la Tête Rousse, se derramó repentinamente valle abajo causando la muerte de 175 personas. Fueron 200000m3 de agua precipitados desde los 3150 metros de altitud, acompañados de 90000m3 de hielo que arrastraron a su paso vegetación, tierra y rocas con un volumen calculado de unos 800000m3 y dejando un lecho devastado mientras esa masa gigantesca de barro se desplazaba a una velocidad superior a los 50 km/h hasta detenerse en el valle tras destruir el entorno del balneario de St Gervais, a 600m de altitud. Los testigos relataron la gran detonación que produjo la rotura, así como la onda expansiva.
Para evitar un nuevo desastre, en 1899 se construyó un túnel de drenaje que permitiera el vaciado preventivo del líquido acumulado. Según parece el glaciar contenía dos bolsas a distinto nivel y en 1904 fue necesaria la excavación de un segundo túnel más abajo, que permitió el drenaje de 220000 litros de agua. Estos túneles se limpiaban cada dos años.
Hace dos años, los glaciólogos detectaron una bolsa de alrededor de 65.000m3. Ante la posibilidad de que la tragedia volviera a repetirse, procedieron al vaciado de esa enorme bolsa en 2010, bombeando alrededor de 45.000 litros de agua a través de un agujero de perforación en la superficie del glaciar. El hueco vacío dejado por el agua es el lugar al que descienden los espeleólogos glaciares del vídeo.
Txundigarria ur-zulo horiena. Eta hire azalpena oso didaktikoa, beti bezala. Hurrengoaren zain, Rafa.
Estas «cosillas» me encantan…Yo también espero impaciente la siguiente entrada; no tardes demasiado.
Marilis