Mi infancia y adolescencia transcurrieron en una época oscura en la que la militancia política no era una profesión sino una obligación ética, una cuestión de dignidad ciudadana inexcusable. Nunca me gustó sin embargo, ni me gusta, soy demasiado apasionado y vivo intensamente la confrontación, no la discrepancia, ojo, que considero saludable y absolutamente necesaria. En un lugar donde esa confrontación ha incluido la violencia y el asesinato, máxima expresión de la negación de valores que deben estar por encima de ideologías políticas, mi repugnancia hacia eso que llaman política ha ido en aumento a lo largo de mi vida. En mi casa se vivía la política con verdadero ardor, tres generaciones de ciudadanos de una España convulsa se sentaban a diario a la mesa defendiendo sus puntos de vista coincidentes a veces, otras no tanto. Desde el republicanismo ortodoxo de mi abuelo al nacionalismo visceral de mi padre o el radicalismo marxista de mi hermano, cada acontecimiento se diseccionaba a diario en discusiones encendidas, tediosas para un chaval adolescente cuyos principales focos de interés eran las chicas y las montañas (creo que no he madurado mucho en eso).
El papel del político en nuestra sociedad está cada vez más desacreditado, para el común de los ciudadanos prevalece la idea superficial de considerar invariablemente al político como un ser corrupto y falto de ética, ocupado principalmente en el interés propio. No puedo estar más en desacuerdo con esa visión. Todas las personas que yo he conocido implicadas en la política en instituciones de diferente rango, todas, han perdido mucho más de lo que han ganado, más allá de la satisfacción personal de hacer lo que creían que debían hacer, han recibido mucho menos de lo que han dado a la sociedad, más allá del reconocimiento de los suyos. Creo firmemente en que existe la vocación política altruista, simplemente porque la he visto. Otra cosa es el acierto o no en la gestión y otra cosa, por supuesto, es la coincidencia o no con mis personales puntos de vista o ideología.
Curiosamente, ocurre todo lo contrario con los deportistas. Cada vez que un escándalo político sacude a la opinión pública, pone en entredicho la integridad moral de todos los políticos. En cambio, vemos a diario deportistas condenados con pruebas fehacientes de dopaje a los que en base a un mal interpretado concepto de presunción de inocencia se les sigue considerando víctimas inocentes después de haber sido condenados. Hemos visto deportistas que han vuelto a saltar a un estadio de fútbol, tras dos años de suspensión por dopaje, para ser aclamados por su afición puesta en pie como si fueran héroes. Los medios no son menos condescendientes con estos farsantes, la prensa deportiva vive de ellos, de narrar sus hazañas, y no tiene el mínimo empacho en denigrar el trabajo de todo el aparato encargado de controlar el dopaje, utilizando incluso burdos términos despectivos para referirse a quienes hacen su trabajo honestamente. Mientras tanto, siguen tratando como pobres víctimas del sistema a quienes tienen la capacidad de gastar ingentes cantidades de dinero en defender lo indefendible, en convertir sus mentiras en argumentos legales.
Es cierto que el político debería ser un ejemplo de integridad y no siempre lo es, es cierto que las leyes deberían ser implacables en los casos de corrupción y no siempre lo son, pero no es menos cierto que la función social del deportista es absolutamente prescindible y las leyes deberían ser igual de implacables.
En lo personal y refiriéndonos a la función social del deporte, hace mucho que no me gusta el modelo actual del deporte competitivo-profesional-esponsorizado, creo que es un modelo trasnochado sometido al dictado del mercantilismo del espectáculo, creo que es necesario un cambio de paradigma hacia un deporte que implique a la sociedad en su mayoría, un deporte participativo y al servicio de la salud de los ciudadanos, entendiendo la salud en su sentido más global, mucho más allá de la ausencia de enfermedad.
Releo el último párrafo y me da la risa ¡qué gilipollez!
Pues sí, que llevas mucha razón…incluso en que te dé la risa cuando relees el último párrafo: ¡una pena!