Para una generación educada bajo el pesado y asfixiante paraguas de hormigón de la iglesia católica, las palabras feas de la infancia solían tener que ver con la sexualidad ¡qué cosas! Afortunadamente a mí esa beatería represora me pilló bastante de refilón pero, inevitablemente, se colaba por las rendijas de una sociedad cuyo tejido no se caracterizaba precisamente por la pluralidad del color de sus hilos. Al margen de diferencias anecdóticas sobre identidades patrióticas, la religión estaba siempre ahí, como una sopa hedionda sobre la que todo flotaba dando vueltas sin ir a ninguna parte.
Siempre había una tía mojigata, un profe de religión o un vecino respetable, que te recordaban cuáles eran las palabras feas. Al paso de los años uno iba descubriendo su propio diccionario de belleza y fealdad, en las palabras y en los actos y, a menudo, resultaba no coincidir para nada, al menos en mi caso, con el dictado de aquellos guardianes de la moralidad.
Autocomplacencia es una de esas palabras feas incorporada a mi diccionario y que, sin embargo, no figuraba en el léxico proscrito de don Sabino. La autocomplacencia se refiere a una actitud humana muy extendida, a veces un recurso de supervivencia frente al reconocimiento de una realidad con capacidad autodestructiva sí, pero otras, la mayoría, simplemente a una actitud negligente y miope de egocentrismo: ¡Qué grande soy! ¡Qué bueno soy!
Algunos políticos son muy dados a practicar esta segunda versión. Normalmente disimulan la inmodestia de sus exclamaciones diciendo: ¡Qué grandes somos! ¡Qué buenos somos! aunque viene a significar más o menos lo mismo. Da igual el tamaño o el color de esos políticos. La modestia, la humildad, el reconocimiento de las limitaciones propias o de los errores, no suelen estar en el guion de sus discursos. Hay muchos ejemplos que vienen al caso, cada cual podéis poner el vuestro. Yo he asistido últimamente a un par de eventos deportivos, de los de andar por casa, en los que, ante las deficiencias evidentes a los ojos de los presentes, justificables y fáciles de pasar por alto y sobre las que nadie tenía la menor intención de reclamar, alguien ha tomado un micrófono para decirnos: ¡Qué grandes somos! ¡Qué buenos somos!… y cagarla.