Infancia

Subirse a los árboles es un juego infantil universal. Al menos en los lugares en los que hay árboles. Uno no se pregunta por qué lo hacen los niños, es algo natural. Hay un momento en la vida en el que, tras cerrar la puerta de la infancia a nuestra espalda, tiramos la llave para siempre. Normalmente suele ser un momento de regocijo, ese momento en el que, llenos de orgullo, ingresamos en el mundo de los adultos, o de los “casi adultos”. Solo mucho tiempo después, generalmente en la madurez, sentiremos aquel momento como una pérdida.

Sin embargo, hay fórmulas y recursos para rescatar aquella actividad lúdica despreocupada de la infancia que nos hacía sentir tan bien. El deporte es uno de esos recursos. Seguramente el más eficaz.

Un atardecer, circulando por la autovía del Leizaran a su paso por las Dos Hermanas, vi un árbol magnífico recortado contra el cielo, una bella encina de tronco retorcido en la que el vértigo de la altura se multiplicaba sobre el abismo.

Quiero subir a ese árbol, pensé. Y subí… como cuando era un niño.

Encaramarme a los sitios y chapotear en el barro, como ayer en la carrera de Urnieta, son dos actividades placenteras de la infancia que me siguen gustando, ¡si me ve mi madre!

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