Mientras recojo la cuerda contemplo el paisaje a mis pies. En la ladera los pequeños surcos de agua de deshielo corretean buscando el declive del terreno salpicado de gencianas camino del Lac Glacé. Los escasos neveros se derriten rápido al calor de este mediodía de verano. Algunas nubes persistentes ascienden desde el valle jugando a ocultar los picos que nos rodean y la cumbre, a escasos metros, nos invita al descanso y la charla amigable.
Hay tiempo de sobra para ello.
Cogemos una cantimplora y algo de comer y nos dirigimos a la cima dejando todo el material para recuperarlo después. El ambiente acompaña para echar una siestecilla junto al hito que marca el punto más alto de la montaña. Disfrutamos de la soledad de este entorno pétreo y silencioso. La charla es breve, intrascendente, llena de esos silencios confortables que dejan hueco al fluir de los pensamientos. Andoni corta el pan con gesto preciso y lo dispone para acomodar las sardinas en su interior. Yo elijo los albaricoques más maduros de la bolsa, los que están medio aplastados y rezuman su delicioso almíbar tras el traqueteo de la ascensión. Bebo un trago de agua mientras adivino entre las nubes, allá abajo, el pequeño refugio del que hemos partido esta mañana a la luz de nuestras frontales.
– Viene gente.
– ¡No jodas, dónde!
– Del Belloc.
Dos figuras se mueven hacia nosotros con cuidado por la quebrada cresta que une el Spijeoles al Belloc. Las probabilidades de una buena siesta se esfuman por momentos.
Nos entretenemos observando a los montañeros mientras damos cuenta de unos frutos secos. Son un hombre y una mujer, suben ligeros, en los tramos complicados dudan, pero en los fáciles ascienden rápido, con prisas. En poco tiempo los tenemos con nosotros. Llegan jadeando y saludan con desgana mientras el hombre detiene el crono en su muñeca.
– Catorce minutos más de lo que “él” dice, Arantxa.
– No está mal, hemos recuperado algo desde la horquilla.
Andoni y yo nos miramos.
– ¿Cuál es el Gourdon? – El hombre se dirige a nosotros.
– Ése de ahí – señalo con indiferencia levantando el pulgar hacia mi espalda.
No es que sea maleducado, al contrario, normalmente me gusta ser amable en mis encuentros casuales en la montaña, pero el aceite de las sardinas amenaza con escurrirse de mi bocadillo y gotear sobre el pantalón. Debo estar atento.
– ¿Y cuánto se tarda?
– ¿Desde aquí? Ni idea.- Sigo absorto en la operación complicada de comerme el bocata y reconozco, además, que me molesta un poco que me distraigan de semejante deleite.
– “Él” creo que le da cuarenta y cinco minutos.
No puedo evitar volver la mirada asombrado para comprobar si mi sentido de las proporciones y las distancias puede estar tan alterado.
– ¡Pues será corriendo!
En la maniobra, la temida gota de aceite cae efectivamente, pero no sobre el pantalón sino sobre el cuero reseco y absorbente de mi bota derecha donde, obviamente, se alojará para siempre.
– ¡Joder, qué mierda!
Los visitantes me miran un tanto perplejos y me veo obligado a disculparme. Esta gente empieza a no caerme bien. Sacan un libro de la mochila que consultan con atención.
– Sí, sí, le da cuarenta y siete minutos.
– Del Belloc aquí “él” le daba treinta y ocho y nosotros hemos tardado cincuenta y dos minutos, así que al Gourdon deberíamos tardar…
– Algo más de una hora.
– No sé, yo estoy cansada, una hora más de subida y luego el pateo de bajada hasta las granjas…
– Sí, yo también estoy cascado pero, se ve tan cerca… Si no, tendríamos que venir otro día a subir solo ése. ¡Qué faena!
Dirigen la mirada reiteradamente del libro al monte, sopesando la situación mientras mastican una barrita energética que han repartido con cuidado. Ni siquiera se han sentado. Andoni mira en silencio. Yo he terminado mi bocadillo y aunque nadie me ha invitado a intervenir y la prudencia me aconseja no hacerlo, inexplicablemente, el incidente de la gota de aceite me hace sentirme autorizado, autorizado y cabreado.
A estas alturas creo que todos tenemos claro que somos vascos, nuestras maneras y nuestra forma de hablar nos delatan, así que me decido a romper el hielo con algo amable antes de atacar:
– ¿De dónde sois?
– Vascos.
– ¡Vaya! Nosotros también. ¿Qué coño de libro es ese?
– Los tresmiles en treinta jornadas.
– ¿En treinta jornadas? ¡No jodas! ¿Y para qué los quieres hacer en treinta jornadas si los puedes hacer en más?
(El libro “Pirineos, los tresmiles en treinta jornadas” se publicó en 1997. Es una guía, escrita por Miquel Capdevila, sobre cómo ascender los 212 tresmiles del Pirineo en treinta jornadas, encadenando el mayor número posible de picos en cada salida y que ofrece la referencia detallada de tiempos que necesitó el autor. Yo no la he leído pero hay quien critica que el autor minimiza la dificultad de algunos pasos, además del tema de los horarios. Completar los tresmiles del Pirineo es algo muy personal, la idea me gusta y algún día espero terminar todos los principales. Para mí es un objetivo para una vida. Desde luego, no para treinta jornadas, aunque estas cosas cada cuál se las plantea a su manera. Es más, hay unos cuantos tresmiles que he repetido con gusto y no me cansaré de hacerlo por distintas rutas. Lo que no me gusta es esa idea de lista en la que tachar montes que ya he subido, como si el objetivo, más que una actividad placentera, fuera una tarea: ¡Qué bien, uno menos!)
¡Ay, qué risa…! ¡Qué pena no haberte/os visto la cara! Aunque me la imagino perfectamente…Vosotros con vuestros bocatas de sardinitas en aceite, los pringosos (y deliciosos) albaricoques de postre, la siesta a tomar por saco y los otros dos venga de consultar el manual, barrita energética y prisa, mucha prisa…¡Ay, qué risa! Para gustos, los colores, está claro…
Rafa esta claro que a estas alturas de la existencia cada uno se la «machaca» como quiere…, o como puede…, la verdad es que el libro este suscita mucha admiracion.
En cuanto a la gota de aceite no te preocupes lo mas minimo…, la bota te lo agradecera eternamente. Ondo izan.
…queria decir no suscita mucha admiracion……., sorry!!!