Paisajes de sol y esparto

Subo jadeando la empinada ladera del Pico del Fraile, a medida que gano altura voy dominando la vista sobre la Sierra de Gata. Sus prominencias de origen volcánico y sus valles salpicados de pequeños cortijos encalados van quedando por debajo. La mayor dificultad de este pico, en apariencia fácilmente accesible, consiste en abrirse paso a través de la vegetación espinosa que lo defiende con sus afilados recursos. Nunca imaginé que pudiera haber un catálogo tan variado de pinchos vegetales dispuestos a arañar mis piernas.

He salido de Los Escullos justo al amanecer, la temperatura es buena para correr y para cuando llego al collado que separa las dos cumbres del pico más alto de la sierra, la luz ilumina con ganas el árido paisaje. Las abundantes matas de palmito cubren de cierto verdor el lugar. Cuando afronto los últimos metros de subida trepando por un terreno más rocoso, pequeños girones de niebla comienzan a surgir de la nada, revolotean empujados por la brisa y, en apenas unos minutos, se hacen más densos y crecen cubriendo el paisaje. El ambiente es fresco y húmedo y esa extraña bruma marina se arrastra reptando ladera arriba a gran velocidad impregnándolo todo. Imagino el papel benéfico de estas brumas sobre una vegetación sedienta en un paisaje donde apenas llueve en muchos meses, a veces años.

Dicen que los esquimales distinguen muchas variedades de hielo por su color, que el blanco de las superficies nevadas del paisaje en el que viven no es blanco en absoluto para ellos, sino un color lleno de matices donde el matiz, precisamente, se convierte en el protagonista. Para los habitantes de la Sierra de Gata ocurre algo parecido, señalando los altos que cierran por el Noroeste el valle de las Hortichuelas, Ramón pretendía mostrarnos en cierta ocasión el tono más verde y fresco de una vaguada. Mi hermano y yo mirábamos y, por más que nos esforzábamos, nada veíamos en aquel paisaje ocre de sol y esparto que, para unos habitantes del Norte como nosotros, se acercara ni de lejos a nuestro concepto del color verde. Ramón insistía mientras sus cabras daban cuenta de una hilera de chumberas, nos contó que aquél había sido un año especialmente seco pero que en la primavera habían caído algunas gotas en el lugar que nos señalaba.

De eso hace ya muchos años. Ferdi, el amigo alemán de mi hermano, había comprado una casa en la Hortichuela Baja y su invitación nos descubrió un paisaje y unas gentes que nos enamoraron en aquel primer viaje impactante. Ramón, el cabrero, y la señora Obdulia eran nuestros anfitriones y consejeros.

Obdulia era una mujer corpulenta, alegre y habladora, su hospitalidad convertía sus patatas a lo pobre en un manjar delicioso y su casa sencilla de campesinos humildes en la estancia más acogedora, al calor de su conversación. Ramón, parco en palabras, asentía de vez en cuando o se reía socarrón mientras Obdulia desgranaba los detalles de su vida de emigrantes en Alemania. Duró poco, aunque ella estaba encantada en aquel país y sus electrodomésticos y la posibilidad de ir al cine los domingos colmaban con creces sus aspiraciones de modernidad, Ramón no se hallaba, echaba de menos el aire seco de la sierra, su luz deslumbrante, el tintineo monótono y perezoso de los cencerros de su rebaño. Su carácter melancólico le impedía ver las cosas del modo positivo que Obdulia hubiese deseado. Una mañana, en el trabajo, mientras Ramón limpiaba con una manguera algún producto caustico, las salpicaduras se colaron entre la bota de goma y el pantalón recogido por dentro. Cuando terminó la jornada advirtió sobre su empeine una herida de mal aspecto que se infectó y torturó a Ramón durante semanas hasta que tomaron la drástica decisión que cambiaría de nuevo el rumbo de sus vidas: se volvían a las Hortichuelas. Según Obdulia, aquella herida de Ramón curó al día siguiente del regreso. Ramón sonreía y bajaba la vista, el afecto en la mirada de su esposa apagaba el mínimo reproche que pudieran albergar sus sentimientos.

Todas las tardes, tras recoger el rebaño, Ramón se dejaba caer por “la casa de los bilbaínos” y allí, alrededor de la mesa, con una botella de blanco y unas olivas, mientras preparábamos la cena, compartíamos historias de pastores, de mineros, de pescadores, de hombres y mujeres de campo, de un campo cicatero y duro donde cada pequeña concesión parecía cobrarse un hálito de vida de sus habitantes. Despertar la locuacidad de sus invitados era una de las virtudes de mi hermano, que amaba la buena conversación por encima de todas las cosas y tenía un don para hacer memorables estas reuniones. Otto se sumaba también a estas tertulias, era un suizo estudioso de la arquitectura popular del Sur de  España y aficionado, como mi hermano, al buen vino, que recorría con su cuaderno de notas el Cabo de Gata dibujando, entre otras muchas, «la casa de los bilbaínos». Desde nuestros mundos distantes, en aquél rincón oscuro y fresco, bajo el techado de caña y esparto, las historias iban y venían y la mirada limpia y soñadora de Ramón iluminaba con su luz el ambiente.

Una tarde de otoño el levante soplaba con la fuerza y tenacidad con que ese maldito viento acostumbra, dando al paisaje reseco un aire más duro e inhumano si cabe. A la hora habitual, las cabras volvieron a las Hortichuelas y se detuvieron frente a la puerta del corral esperando… solas. La voz de alarma empujó a los vecinos a la búsqueda. Hallaron el cuerpo sin vida de Ramón, el cabrero, balanceándose colgado de la rama de una higuera en la Rambla del Cuervo, junto a unos granados cargados con sus frutos. El mar, más abajo, se saturaba de añil por momentos hasta volverse negro, un resplandor púrpura anunció brevemente el ocaso y, después, la noche lo cubrió todo de oscuridad y silencio… Una noche de no más sentir, de no más sufrir…

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3 respuestas a Paisajes de sol y esparto

  1. marilis dijo:

    ¡Jo, Rafa! Si no comento más tus entradas, es porque no encuentro palabras para expresar lo que siento tras su lectura…A través de la de hoy he recorrido paisajes y he visto rostros, miradas, he escuchado voces de hoy y de ayer. Simplemente, hermoso…Un beso.

  2. Joseba dijo:

    Todavia recuerdo, en el inolvidable viaje que hicimos juntos al Cabo de Gata y mientras disfrutábamos de una memorable charla con Ramón y Obdulia, cómo me miraba el cabrero, excéptico sobre mis orígenes, cuestionando que yo fuera vasco: con mi tez facilmente oscurecida por aquel sol impenitente, Ramón me creía más árabe que vasco. O cuando nos miró socarronamente tras preguntarle nosotros -¡qué cultura silvestre la nuestra!- qué tipo de olivos daban aquellas aceitunas negras tan ricas. Pequeños recuerdos, pero grandes experiencias, que marcan de por vida.

  3. Amaia dijo:

    Inolvidable la estancia en casa de Ramón y Obdulia, la pobreza material que reinaba en la casa y la gran hospitalidad a manos abiertas del matrimonio.
    Tantos y buenos recuerdos que incluso a mi me han animado a escribir.

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