Hace unos días se ha celebrado en San Sebastián el congreso de la Sociedad Española de Investigación Social Aplicada al Deporte (AEISAD). El tema del congreso ha sido “Ética y responsabilidad social en el deporte”. Aunque hubo alguna ponencia interesante y multitud de comunicaciones de trabajos atractivos, me dio la impresión de que los temas más candentes que pueden recogerse bajo un título tan específico, se tocaron un poco de soslayo. Esperaba escuchar más sobre doping, sobre el papel de los medios de comunicación en el deporte o sobre los dilemas éticos del deporte de formación en edades infantiles. El capítulo que sí se abordó directamente fue el del deporte y la salud, con aportaciones, además, muy interesantes.
Entre otras muchas cosas, hubo dos comunicaciones, sobre temas más generales, en los que se presentaron datos que me resultaron curiosos sobre las diferencias entre el deporte competitivo y el no competitivo y que me sirven para la reflexión que propongo en este post. Siento no recordar el nombre de sus autores.
La primera presentaba los resultados de un trabajo realizado con estudiantes universitarios de Educación Física a los que, tras la realización de diversos juegos infantiles de enfrentamiento, se les pasaba un cuestionario para analizar, entre otras cosas, las emociones y sentimientos desencadenados por dichos juegos. En general, esos sentimientos eran más positivos que negativos, independientemente del resultado del enfrentamiento. Sin embargo, cuando se analizaban separadamente las poblaciones de jugadores que procedían del deporte competitivo con los que no, se veía que los no competitivos experimentaban una mayor cantidad de sentimientos negativos dependientes del resultado, es decir, les sentaba peor perder. Los competitivos decían habérselo pasado mejor, incluso cuando perdían la partida.
El otro dato procede de una comunicación que daba cuenta de hábitos deportivos en la población infantojuvenil española. Entre otras muchas variables, se mencionó la relación entre práctica deportiva y hábitos tóxicos. Según parece, a la pregunta sobre la compatibilidad de estos hábitos con su deporte, los practicantes de deporte no competitivo los veían mucho más compatibles que quienes hacían deporte de competición.
Yo procedo de un deporte, el montañismo, en el que la incorporación de la competición reglada es muy reciente. Reciente y no exenta de cierta polémica. Por suerte creo que esa polémica está superada y quien todavía pretenda sostenerla debe preocuparse, aferrado a un discurso obsoleto. El montañismo moderno admite ambas lecturas y permite la convivencia de muchas sensibilidades: estética, contemplación, acción o competición, son ingredientes que cada cual mezcla en sus propias proporciones para condimentar una visión personal que enriquece enormemente este deporte. Tengo la sospecha de que, en realidad, siempre ha sido así, aunque no se haya sujetado a reglamentos.
Sin embargo, sigue habiendo quien se aferra a esa idea de negar los valores de la competición. De ver una competición que solo tiene sentido en la victoria, una competición para la que derrota es sinónimo de fracaso y que fomentaría, según esa forma de ver, la anulación del rival, la imposición sobre el contrario, incluso la violencia. Con el riesgo, además, en la medida de la capacidad del deporte para forjar el carácter del individuo, de que esos valores trasciendan el hecho deportivo.
Mi pregunta, a la luz de los resultados de la primera comunicación a la que me refiero es, si no será que, precisamente algunos “anticompetitivos” lo son porque para ellos la competición es algo trascendente, porque no están preparados para la derrota, porque en el fondo, les duele perder. Y no me refiero aquí al que la competición le resulta indiferente, me refiero al beligerante, al que te come la oreja con el discurso de que la competición destruye los verdaderos valores del montañismo.
Si los “competitivos” parecen más capaces de mantener su lucha por la victoria dentro de la cancha, de relativizar y, seguramente, no perder de vista el sentido lúdico de esa lucha y además asocian con más convencimiento el deporte con unos hábitos saludables, me da que la competición puede aportar valores positivos a cualquier actividad deportiva, ¿por qué renunciar a ello?
Dos apuntes para terminar y matizar mi argumentación. El primero, esa visión romántica, idealizada, del montañero épico y sensible, conquistador de grandes cimas y ajeno a las rivalidades, no casa muy bien con los datos de la Historia. Las biografías de Hillary o de Messner (cito a éstos porque son dos iconos imprescindibles para mi generación) nos muestran personas hoscas y antipáticas, eso sí, gente con una determinación inquebrantable, tanto como para pasarte por encima si no te apartas. El segundo, no me gusta la distinción que se hace entre deporte competitivo y recreativo, el deporte competitivo puede ser recreativo. Otra cosa sería distinguir entre deporte de rendimiento y deporte recreativo, distinción que cobra todo su sentido en un tiempo en el que la profesionalización se ha extendido en el deporte como una plaga (con todas las connotaciones negativas del término), incluso en deportes «no competitivos».