El domingo cerramos la temporada de carreras de montaña de una forma un poco especial. Hace tiempo que se nos ocurrió celebrar una comida para despedirla. Esta idea, obviamente, no tiene nada de especial, y menos en el País Vasco, donde, según dicen, nos prodigamos más que en ningún otro lugar en este tipo de celebraciones. Para la gente montañera de Donostialdea, Arano ha sido siempre un destino atractivo, muchas veces asociado a la alubiada posterior a una buena excursión. No fue difícil elegir el lugar.
Ahora bien, la tentación era demasiado fuerte, Arano está a una perfecta distancia de San Sebastián, 31 km, y desde Hernani una serie de pistas y senderos conducen, ganando altura sobre el cordal Adarra-Mandoegi, a caballo entre los valles del Urumea y del Leitzaran, hasta este singular pueblo navarro desde el que se ve el mar. La ruta, pese a su paisaje adulterado por los pinares y la cantidad de pistas de explotación forestal, sigue teniendo el atractivo de los rincones solitarios, sobre todo si se sigue el antiguo camino, milenario, que recorre los collados y laderas salpicados de monumentos megalíticos.
En ningún sitio me siento más en el monte que en estos lugares. He recorrido montañas más altas, más bellas, mucho más agrestes y, por supuesto, más salvajes e inmaculadas. Sin embargo, en ningún lugar como en estos montes he sentido la soledad, he escuchado el silencio, he percibido esa conexión mágica con la naturaleza, que es el verdadero motor que empuja mi cuerpo, como en estos parajes. Quizá tenga que ver con ello el hecho de que diera por aquí mis primeros pasos montañeros de la infancia, en compañía sobre todo de mi padre, que muchos de mis recuerdos adolescentes estén aderezados por el penetrante olor del helecho húmedo de estas vaguadas, que una de las primeras borracheras colectivas de mi vida (no es que haya habido muchas más), tuviera como escenario una pequeña borda junto a un arroyo que desemboca en Ugaldetxo, o que haya recorrido durante varios años todos los vericuetos posibles (y buena parte de los imposibles) con mi fiel Stumpjumper de acero, en compañía del amigo perfecto y que me haya llenado de barro subiendo y bajando una y cien veces con Buck por el Trentxiki. Pero también, o quizá sobre todo, lo que me gusta de estos montes es sentir la certeza absoluta de que, después de recorrer este paisaje durante casi cincuenta años de arriba a abajo, una tarde de niebla, inesperadamente, puedo mirar a los lados y darme cuenta de que me he perdido.
El domingo, como es lógico, fuimos a Arano corriendo. Salimos de la puerta del Club por parejas, en mi caso un trío, y tras recorrer sobre el asfalto los doce kilómetros hasta Pardiola, nos zambullimos durante otros dieciocho en este paisaje húmedo y sombrío para ganar altura poco a poco, resoplando en la ladera hasta pasar Aballarri y galopar después por el estrecho sendero, buscando a los amigos que nos esperaban en Arano. Tres horas y media en nuestro caso, con Asier y Mikel, gozando sobre las agujas de pino y los charcos de barro, en una carrera para disfrutar. Luego, tras la ducha en la Sociedad del pueblo, alubias con sus sacramentos, conversación y amigos.
¡Esto se acerca bastante a mi idea de la vida loca!
A mi se me ocurre otro titulo. ‘Arano, el día perfecto’ si señor una buena forma de pasar el día.
Bonito texto para describir lo que sucedió un día «loco» que me encantó por lo deportivo y el entorno, tanto natural como humano. El próximo año a patear por esa naturaleza cercana y maravillosa, ¡aupa cvckorrika!
el anterior comentario es mío (Miren)…p’a que se sepa…me confundío al publicarlo…
¡A ver si es verdad y el año que viene contamos contigo!… y con algún otro que a última hora dio un paso atrás. Si hace falta, pongo yo las pancartas.