Maurice Herzog, el héroe vulnerado

Herzog4 de junio de 1950, ha oscurecido ya, exhaustos y aterrados, Terray, Rébuffat, Lachenal y Herzog, cuatro nombres gloriosos en la historia del montañismo, se disponen a pasar una noche infernal en el fondo de una grieta, maltrechos y zarandeados por la avalancha. Herzog, el peor parado de todos, ha perdido sus botas. La víspera, Lachenal y Herzog han hollado la cima del Annapurna, escribiendo la página más importante del montañismo moderno al realizar, por primera vez, la ascensión a una de las catorce montañas de más de 8000 metros del planeta. Pese a los intentos de sus compañeros para reanimarle, Herzog se abandona por momentos. Con las cuatro extremidades congeladas y agotado, reflexiona: “…La idea de suspender aquella lucha seducía mi espíritu, puesto que me habría permitido asumir mi propio fin, aunque indudablemente la inconsciencia hubiera llegado antes y me hubiera adormecido dulcemente en la paz de la montaña”.

Quien haya sufrido la insensibilización de algún miembro por el frío, habrá experimentado también el dolor insoportable que acompaña al desentumecimiento, a medida que los vasos se dilatan y la sangre fluye nuevamente irrigando los tejidos y devolviéndolos a la vida. Para Maurice Herzog, el luego Ministro de Juventud y Deportes francés, la vuelta a la vida fue excepcionalmente dura, además de los intensos dolores, tuvo que soportar la pérdida de todos los dedos de las manos y de los pies.

El tránsito hacia la muerte es una tarea pendiente consustancial a la vida. Nadie está exento de la obligatoriedad de ese trámite. Solo cabe desear que la suerte nos depare una agonía dulce y exenta de dolor o de angustia.

Maurice Herzog pudo haber muerto en aquella grieta, hubiese sido lo lógico, llegados a ese punto, el camino casi inevitable. Pese a todo, optó por luchar para sobrevivir. Su regreso a la vida fue, como digo, un doloroso calvario, magistralmente descrito en su libro “Annapurna, primer ochomil”, el relato de una lucha por la supervivencia. La primera vez que lo leí, nuestra única información sobre aquellas montañas del Himalaya provenía de lecturas como ésta, que dibujaban en nuestra imaginación un paisaje fascinante e inexplorado donde las historias épicas y el ideal romántico del hombre frente a la naturaleza se desarrollaban en su máxima expresión. Recuerdo el impacto que en mi imaginación adolescente causó la descripción que hace Herzog en el libro de las curas que le realizaban en sus manos, cómo en un interminable viaje de regreso en tren, al quitar los vendajes debían limpiar las heridas de las larvas de mosca que se habían desarrollado desde la última cura, antes de amputarle algún dedo cada vez que examinaban los tejidos gangrenados.

A veces, es mucho más difícil vivir que morir.

Foto: AFP. Herzog a su regreso del Annapurna, tras un largo y azaroso viaje. A la dcha. Gaston Rébuffat

Foto: AFP. Herzog a su regreso del Annapurna, tras un largo y azaroso viaje. A la dcha. Gaston Rébuffat

Maurice Herzog murió ayer, a los 93 años, sesenta y dos años después del día que el destino tenía reservado para él. Durante todo ese tiempo, una larga vida con claroscuros, como todas, tuvo tiempo de afear aquella hazaña única, de salpicar la figura idealizada del héroe con el barro mundano  de lo cotidiano. Es inevitablemente humano. Solo el héroe muerto es un héroe invulnerable.

(El libro se publicó en 1953, dentro de una colección memorable de la editorial Juventud. El rincón que ocupaban aquellos libros, “La ascensión al Everest”, “K2, Segunda cima del mundo”, “Victoria en el Nanga Parbat”, en la Biblioteca Municipal de Hernani, bajo la atenta vigilancia de don Norberto, era un lugar de descubrimiento fascinante y, junto a las historias de Moitessier, Tabarly, Julio Villar y otros navegantes solitarios, alimentó mis fantasías en aquella época adolescente. “Annapurna, primer ochomil” fue reeditado en 2010 por Desnivel ediciones).

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