Su mirada nerviosa escudriña en la oscuridad a uno y otro lado mientras escucha atento con el cuerpo erguido, dilata las aletas de la nariz y husmea tratando de captar algún aroma extraño, sospechoso, que el gélido viento invernal pueda transportar. De pronto, se lanza en una carrera vertiginosa durante unos metros para detenerse otra vez y repetir la maniobra. Conviene estar atento, con los sentidos alerta. Su cuerpo liviano se sostiene sobre la costra de nieve transformada donde otras criaturas, más pesadas, se hundirían sin remedio. Corre ágil por la ladera descubierta y peligrosa, fuera del bosque.
Vivir es una tarea difícil, siempre lo ha sido, sobre todo en esta época en la que el espeso manto de nieve cubre el terreno y dificulta el acceso a los escasos recursos nutritivos. Los predadores acechan, alerta ellos también, hambrientos y desesperados, negociando cada vez las condiciones de su contrato biológico, y la supervivencia depende de ese equilibrio siempre incierto entre comer o ser comido… donde el azar juega también su baza determinante.
Siguiendo sus viajes de penuria, las huellas del predador y su presa se cruzan en un punto del paisaje, a veces se cruzan también en el tiempo y la ruleta rusa dispara la bala certera e implacable que desencadena la tragedia, esa tragedia que alimenta el mundo y lo pone en movimiento.
El azar, el gran tahúr que baraja las cartas, reparte a veces una mano funesta que te hiela la sangre y te derrota. Mientras tanto, correremos ligeros sobre la superficie, engañosamente segura, siempre hacia adelante, huyendo del destino hasta toparnos de bruces con él.
Irremediablemente.
Siempre me ha llamado la atención en invierno, sobre todo en uno tan duro como este, la capacidad que tienen para sobrevivir. ¿Dónde se meten todos los bichos?
…¡Misterio!
Irremediablemente…la contundencia de este término, su certeza, me deja un nudo de congoja en la garganta; sinembargo el relato es precioso. Serrat dice en una canción: «nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio», cuando la escucho me pasa algo parecido a lo que siento al leer tu post de hoy…
Encrucijada, casualidad… recuerdo en Palencia haber visto impresas en la nieve las huellas de un oso y un lobo, no se cruzaron nuestros caminos. Otra vez en Lizara en plena tormenta de nieve un solitario y cegado zorro paso sin enterarse a un metro nuestro, ya que estabamos protegidos y escondidos detras de un magnifico boj. Pero una que jamas olvidare fue en el cresterio de Troumouse donde quedaron cara a cara y muy pocos metros, remontaba la vertiente opuesta, mis medio cerrados ojos verduzcos y los fantasticos ojos rojos de un quebrantahuesos.