La luz de aquella tarde otoñal, filtrada por el cielo encapotado, iluminaba con dificultad el aula de amplios ventanales desde los que se dominaba el paisaje verde en la lejanía, salpicado de caseríos y cerrado por un horizonte de montes donde las nieblas se enredaban sin escapatoria posible. Además, a finales de los sesenta las chimeneas vomitaban sin interrupción aquel humo blanco y denso que se mimetizaba en el cielo plomizo de nubes omnipresentes.
Los cuarenta y nueve niños ocupaban sus sitios en las ordenadas filas de pupitres dispuestas en el aula de techos altos, inmensa y fría, presidida por el crucifijo. El silencio expectante y los rostros serios y reconcentrados anticipaban la magnitud del acontecimiento anunciado la víspera para la clase de esa tarde. Los niños iban a recibir, por primera vez, una clase de sexualidad.
El hermano Larrañaga entró sin ningún boato, empujando la puerta con el pie para cerrar de un portazo, como hacía siempre, y saludó con su aguda voz mientras dirigía sus pasos nerviosos hacia el estrado, balanceando su cuerpo rechoncho con aquel movimiento tan característico, como si fuera un marinero recién desembarcado tras un periplo de varios meses. Se remangó el hábito para subirse de un saltito a la tarima y entonces, por fin, desde aquella posición que le permitía una perspectiva dominante, dirigió la vista hacia el auditorio. Mientras paseaba su mirada de punta a punta, recorriendo pausadamente a todos los presentes, se soltó la correa del reloj para dejarlo sobre la mesa. No era un gesto casual ni rutinario, los niños lo sabían. Era el gesto que precedía al castigo, el gesto que reclamaba la alerta, el que tensaba los músculos y despertaba la mente, a sabiendas de que el distraído, el atolondrado, probaría en sus carnes el roce áspero de aquellos nudillos, el impacto de aquellos puños toscos, de aquellos dedos poderosos que podían atenazar la piel hasta hacerla reventar. El hermano Larrañaga preguntaba rápido y esperaba la respuesta durante un tiempo fugaz, que su impaciencia limitaba a un instante antes de que el balbuceo del infortunado accionara el resorte que desencadenaba la sucesión de golpes y pellizcos. Sin embargo, Larrañaga era un tipo paciente en ese menester, era capaz de perseguir a golpes a su víctima de lado a lado de la amplia estancia y regresar de nuevo a puntapiés sin el mínimo signo de aburrimiento.
El hermano Larrañaga se aclaró la voz y comenzó su discurso con voz enérgica:
– Anteayer, en la ciudad de México, donde se están celebrando los Juegos Olímpicos, Bob Beamon, un atleta de raza negra, saltó la increíble distancia de ocho metros y noventa centímetros, batiendo el récord mundial al recorrer por el aire medio metro más que el saltador que más ha saltado en la historia de la Humanidad.
Los niños se miraron sorprendidos, sin terminar de ver qué relación podía tener aquello con la prometida clase de sexualidad.
– Para que se hagan ustedes una idea, este hombre no hubiese podido saltar en el interior de este aula, ni a lo largo, ni a lo ancho – los niños miraban a uno y otro lado tratando de calibrar las dimensiones de aquel salto sobrehumano – Únicamente hubiese podido saltar aquí en diagonal.
El hermano Larrañaga hizo entonces una pausa en su discurso, dejando que el asombro y la admiración ante tal proeza se fueran apoderando de los niños, convencidos de que aquella distancia no podía ser recorrida por el aire como no fuera en helicóptero.
Antes de que el murmullo de asombro alcanzara una magnitud ingobernable, Larrañaga exigió silencio y preguntó:
– ¡Arratibel, acérquese!, ¿sabe usted cómo pudo Bob Beamon hacer semejante salto?
El chaval, tembloroso, no sabía qué contestar, pero sabía, como todos, que el silencio no era una buena estrategia.
– ¿Porque era negro?
– ¿Pero tú eres tonto, Arratibel? ¡Cómo va a ser porque era negro! – Un sonoro bofetón dejó claro que ésa no era la respuesta esperada.
– ¡Uranga, acérquese! Dígame cómo consiguió Beamon saltar tanto.
– Ya sé, entrenando más que los demás.
– Qué sabrás tú cuánto entrena Bob Beamon, idiota, ¡venga a tu sitio!
– Maiza, a ver qué bobada se le ocurre a usted.
– Ehhh… estoooo… – no había nada que encolerizara tanto al fraile como el titubeo, sus ojos inyectados se clavaron en los del pobre Maiza que reaccionó justo a tiempo atropellándose con las palabras – ¡porque tenía el viento a favor!
Sin embargo, la explicación no le salvó de ser perseguido a patadas hasta su pupitre.
– ¡Usted Maiza, además de ser tonto de remate, no tiene ni idea de atletismo, si hubiese sido así, hubiesen anulado la marca!
El hermano Larrañaga se recompuso tras la persecución y volvió a subir a la tarima, atusó el hábito con sus manos en un gesto teatral, mirando un momento a la lejanía y, cuando consideró que había conseguido el clima apropiado, habló de nuevo con la intención de sentenciar, de dibujar una huella en las mentes de aquellos niños que perdurara hasta el final de sus vidas:
– Bob Beamon ha podido realizar esta proeza sin precedentes, porque en los últimos tres meses no ha tocado mujer.
Ésa fue la lección de sexualidad.
Al terminar la clase y mientras recogían sus cosas, Arratibel preguntaba a Erkizia, su compañero:
– ¿Sabes qué ha querido decir?
– No tengo ni idea, pero vas a tener que explicar en casa por qué llevas la mejilla izquierda colorada.
(Ayer celebré mi cumpleaños cenando rodeado de buenos amigos, una cena entrañable con gente que conozco desde hace muchos años. Creo que no puede haber regalo mejor que sentirte rodeado de gente que te quiere y a la que quieres. Joseba contó esta historia, vivida en primera persona cuando tenía 10 años, por enésima vez y los demás escuchamos complacidos, también por enésima vez. Ésta es buena para tu blog, me dijo. Dicho y hecho. Son las cuatro de la mañana y ya me puedo acostar…)
Entonces…, si ese era el motivo…, ¿El hermano y fraile Larrañaga porque no saltaba esa misma distancia???
Casi se me desencaja la mandíbula de tanto reir!!!
El texto me devuelve a una infancia similar de colegio de curas, de castañazo y tentetieso, de pensar que la letra con sangre entraba mucho mejor.
Por otra parte, ahora, me da pena pensar en todos aquellos curas reprimidos que no eran, en su mayoría, sino víctimas de su época, que tuvieron que buscarse la vida en el seminario y la sotana, y desahogaban su frustración en las siguientes generaciones.
Yo ya no recuerdo como nos «transmitieron» la iniciación sexual, pero mi mujer cuenta que, en su cole, el día que les tocaba dar la lección de ciencias naturales dedicada a la procreación, llegó la monja a clase y, aduciendo que habían armado jaleo o algún otro motivo similar, les soltó que:
– En castigo por vuestro mal comportamiento, esta lección la saltamos y la tendréis que estudiar por vuestra cuenta en casa.
Así, de un plumazo, zanjó el expediente de la procreación. Suponemos que con bastante alivio por librarse de explicar algo tan embarazoso para ella y de lo que seguramente no tendría mucha idea.
¡Ay, qué risa…! Lástima no haber estado allí, con vosotros, sentada a vuestra mesa…En fin, habrá más ocasiones y espero que más entradas del estilo…Besos