Algunas tienen el sabor intenso del fruto prohibido e inaccesible, otras son confortables y acogedoras como la compañía de una buena amiga. Las hay grandes y pequeñas, altivas y sobrecogedoras o también modestas, casi irrelevantes. A veces las compartimos formando parte de una muchedumbre extasiada, otras se nos concede el privilegio de su exclusividad. Todas, absolutamente todas, merecen la pena.
La cima de una montaña, cualquier montaña, es siempre un lugar especial. Ése en el que las líneas confluyen en el vano empeño de tocar el cielo en su huida imposible de lo material a lo etéreo y, al revés, el lugar en el que muchos sueños, a veces largamente acariciados, se materializan, se hacen realidad.
Recuerdo la cima estrecha y aérea del Puro en Riglos y la satisfacción de encaramarse a aquel lugar de perfiles imposibles, la siesta placentera en el Achar de Alano hace muchos, muchos años, un mediodía de verano, o la visita apresurada hace unos días, bajo la tormenta, a la cima del Spijeoles, tocada con una coqueta capucha de nieve. Pisar una cima es un acontecimiento único, irrepetible, que envuelve el lugar y el momento de sentimientos que justifican a veces mucho esfuerzo, mucha dedicación, en ocasiones quizá toda una vida de afición montañera. Hay, sin duda, otros momentos gratificantes en la montaña, pero ¿qué sería de nosotros sin nuestras cimas?
Lo que define una cima es la geometría desnuda, sin artificios, de sus perfiles. No me gusta esa manía de vestirla de objetos. El ser humano, en su arrogancia, se siente impelido muchas veces a adornar la naturaleza, como si necesitara ser provista de un valor añadido. Una escultura aquí, una efigie, un monolito, una cruz o un modesto buzón. Los detesto todos. Todos ellos responden a nuestra vanidad estúpida.
Una cima con buzón es menos cima. Rompe la complicidad entre el hombre y la montaña, ese pacto silencioso que solo atañe a ambos.
El Hernio es un bonito monte cuya silueta, acompañada de la del Gazume, cierra al Sur el horizonte de Donostialdea, la comarca en la que vivo. Su cima ha sido profanada desde hace mucho por una cantidad enorme de cruces, una de ellas gigantesca, apreciable desde muy lejos. Es un lugar de peregrinación y romería habitual y un ejemplo de lo que no se debe hacer con la cima de una montaña. Uno podrá subir allí a adorar a sus divinidades, digo yo, o a recordar a sus muertos… y marcharse cumpliendo esa máxima universal que nos afecta a todos los que apreciamos la naturaleza: dejarla como estaba cuando llegamos. Así, otros podrán rendir culto a sus otras divinidades o, quienes estamos libres de esa carga, disfrutar simplemente del lugar y su belleza.
Una cima como la del Hernio es un lugar especial cualquier atardecer cuando el sol a contraluz dibuja para nosotros las siluetas de la sucesión de valles y montes desde Izarraitz hasta el Anboto, cuando la vista cae a plomo sobre los tejados agrupados en torno a la iglesia de Errezil o la mirada se pierde en el horizonte azul del Cantábrico… hasta que reparamos en la vulgaridad que nos rodea.
Toda la razón. gracias Rafa. Un saludo.
Y no se corforman con las cimas. Los caminos son un via crucis….. ese rincon singular, esa vista placentera es el objetivo de…. «tus amigos que te recuerdan …» Interesante la propuesta de la Federación Gipuzcoana de Montaña que se ha publicado en el último Pyrenaica . El problema es quien puede reglamentar esto
Gracias por tu comentario, Xanti, incluyo el enlace a la necesaria propuesta de la Federación a la que te refieres:
Haz clic para acceder a Elementos%20conmemorativos-Criterios%20GMF.pdf