El Plazaola es hoy una Ruta Verde que discurre por lo más frondoso de los montes guipuzcoanos adentrándose en tierras de Navarra a través del valle de Leitzaran, para llegar hasta Leitza y luego a Lekunberri en un recorrido de cuarenta kilómetros sobre el trazado del antiguo ferrocarril que unía Andoain con Pamplona. El pasado domingo se celebraron una serie de actividades que, con una periodicidad anual, tratan de promocionar esta ruta.
Para la gente de Andoain y alrededores, el tren del Plazaola es el “Trentxiki”. Construido para el transporte de mineral desde las minas de Plazaola hasta el puerto de Pasajes a principios del siglo XX, transportó también viajeros pintorescos: mineros, carboneros, leñadores, pastores y baserritarras se acomodaron en sus traqueteantes vagones durante años realizando el sinuoso recorrido hacia su recóndito destino en el corazón espeso del bosque, hasta ese lugar en ninguna parte en un viaje que uno imagina casi como el de Marlow río arriba en “El corazón de las tinieblas” de Conrad. Luego la ruta se prolongó hasta Pamplona, acogiendo a un pasaje más urbano y cosmopolita. Para la generación de mi abuelo paterno, criado en las faldas de los montes que cierran el valle de Leitzaran al Norte, donde cuidaba de los betizus semisalvajes que pastaban allí, ese viaje fue “el viaje” por antonomasia, la gran experiencia que abría los ojos a la existencia de un mundo al otro lado de los perfiles familiares que cerraban el universo propio, un mundo lejano de paisajes ocres y dorados y cielos brillantes sobre un horizonte plano e infinito.
El Trentxiki nunca fue rentable, como las minas de Arritzaga en la vecina sierra de Aralar. Pese al esfuerzo de sus propietarios por sostenerlo, la competencia del transporte por carretera fue minando económicamente el ferrocarril del Plazaola. Herido de muerte tras unas inundaciones catastróficas, funcionó renqueante y con un recorrido reducido hasta mediados de siglo. Como si de una maldición se tratara, la muerte por atropello del párroco de Andoain, Don Rosendo, en Otita en 1957, precedió al desmantelamiento de las vías.
He oído contar en mi casa historias de carboneros, de fugitivos, de estraperlistas, en las que inevitablemente se colaba alguna referencia al tren del Plazaola. Creo incluso (más bien no me cabe duda) que, aquellos cuentos infantiles que mi padre reinventaba las mañanas de domingo en las que me dejaba colarme en su cama y sus protagonistas, el astuto Xaxarko y su mascota Pintxanze, el torpe y bonachón Akilamako o el sabio Bizartxuri y otros habitantes del bosque que me mantenían en vilo con sus andanzas, estaban inspirados o recreaban los paisajes, personajes y costumbres del valle de Leitzaran. Esos mismos que yo trataba de recrear cuando contaba esas mismas historias, nuevamente reinventadas, a mi hijo.
He tenido la oportunidad de recorrer durante años casi cada centímetro de la orografía del valle desde Andoain hasta Leitza y las vecinas laderas de Berastegi o del Urumea, al menos a través de los caminos transitables en bicicleta de montaña, siempre en compañía de Joseba. Son lugares con los que siento un fuerte vínculo emocional. Junto a la boca de uno cualquiera de sus túneles, inmerso en el verdor de la vegetación que todo lo invade, bajo la lluvia y sobre el barro, uno espera casi sentir el temblor del suelo, escuchar el bramido y ver entre los vapores alborotados y el olor a carbón quemado, el morro de una de aquellas locomotoras surgiendo de la negrura.
El domingo, como digo, estuve allí. Se celebraba el medio maratón del Plazaola, una de las carreras más bonitas que conozco y que discurre, claro, por el trazado de aquel antiguo ferrocarril entre Leitza y Lekunberri. Hace dos años la corrí por primera vez en compañía de Josu. Esta vez solo puedo acompañarle y hacer algunas fotos. En uno de los puntos intermedios localizo un lugar en el que la vegetación, los brillos a contraluz y la niebla disipándose pegada al suelo, componen un escenario magnífico para fotografiar a los corredores de espaldas. Hago varias fotos bonitas de los atletas pero, de pronto, un personaje irrumpe surgido de otro tiempo, de otro contexto, adueñándose del paisaje.
Es la figura que esperaba, la que, en realidad, siempre estuvo allí dando sentido al lugar y a su historia.
De golpe, todos ellos acuden a mi memoria: los carboneros, los baserritarras, mi abuelo, Xaxarko y Akilamako, los vagones de madera y las señoras atisbando el paisaje tras las ventanillas, los estraperlistas, los mineros, Don Rosendo y el silbido lejano rebotando en los profundos barrancos…
Earra fotografixe!!!
Milesker, Iñigo!
Magnífica la foto, y mejor el texto. Magia pura, una preciosidad…
¡Muchas gracias, Luisa!
Paradisuaren zati bat da Leitzaran, hortxe, etxe ondoan. Eta -niretzat- beste zatia bertako bazter guztietan barrena hirekin ibiltzeko aukera eduki izana, gehienetan bizikletaren gainean baina, ez gutxitan, bizikletaren azpian, bizikleta bizkar gainean hartuta alegia. Gogoratzen? Besarkada bat.
Gogoratu? Nola ez… kilometro dexente egin ditugu bai, elkarrekin, gehienak bizikleta gainean, azpian nik zuk baino gehiago, jeje…