Esta mañana, mientras me tomo un té bajo la pérgola emparrada de un diminuto bar en un rincón de Vejer entre callejuelas, atiendo a la conversación del tabernero con un cliente.
Es octubre ya, apenas quedamos cuatro turistas y los días luminosos se suceden encendiendo las fachadas encaladas para nuestro deleite, sin que el calor agobie. Pasear por las estrechas calles, perderse en el laberinto blanco de su intrincada arquitectura, jugar a través de la Judería a encontrar el camino de vuelta, se convierte en un placer trivial que te aleja de los fantasmas subterráneos que corroen lo cotidiano.
Eduardo, el tabernero, le cuenta al cliente que no ha pegado ojo, un grillo ha estado toda la noche cantando dentro de la casa. – No sé si se creía Pavarotti o Carreras, comenta con guasa. Lo ha inspeccionado todo palmo a palmo, al principio con precisión milimétrica – como los del CSI, dice. Luego con urgencia desesperada. Para terminar desmontando el pie del lavabo y comprobar frustrado que tampoco era aquella la atalaya escondida desde la que el insecto se afanaba en su llamada de apareamiento. – Al próximo que pille lo crujo con estos dos dedos hasta que le salgan los sesos por los ojos.
Debajo de mi mesa, al pie de las macetas, un grillo trata de escabullirse con disimulo, como dándose por enterado de la amenaza. Me agacho con el móvil en la mano y le saco una foto clandestina, no sea que me crujan a mí también por complicidad.
Otro de los encantos de Vejer, además del verdor de los patios que se vislumbra a través de las puertas entreabiertas o el empedrado de dibujos geométricos de sus calles, es el de sus sonidos: las campanas que tañen ocasionalmente y el eco de la charla de sus vecinos o de unos pasos solitarios durante el día… y, en esta época del año, el canto de los grillos durante la noche.
Eso sí, siempre dentro de un orden.
Vejer en mi móvil:
¡Qué fotos más chulas…! Y volviendo el grillo, hay uno de ellos, bueno creo que es un grillo, apostado en algun escondrijo a las puertas del ambulatorio donde trabajo. En las noches de guardia, despues de cenar solemos salir un ratillo a disfrutar de la noche y de la charla intrascendente; el grillo se suma a nuestras voces, lo buscamos con intriga y se calla, de pronto, justo cuando nos damos por vencidos empieza de nuevo…Es un placer leerte, y escuchar al grillo en su soliloquio…La vida está llena de placeres, ¿no?
¡Por supuesto!