Humedeció los dedos con un poco de agua y terminó de dar forma a la figura de miga de pan con precisión. La apoyó por su base plana sobre el libro y giró éste a la altura de sus ojos varias veces para comprobar la estabilidad y la simetría. Era casi perfecta. Humedeció de nuevo el dedo y deslizó la yema sobre la superficie mientras giraba el alfil con la otra mano, como haría un alfarero, dando ese último toque que dejaría la superficie lisa. Finalmente, dejó la pieza sobre el alfeizar junto a las otras, tras un pedazo de cartón recortado a la medida, sujeto a los barrotes y que protegía las pequeñas figuras de la vista de los pájaros mientras se secaban.
No era la primera vez que los pájaros arruinaban el trabajo paciente del artesano. En realidad, no era por el trabajo, después de varios años en aquella celda y a la espera de unos cuantos más, el tiempo no era un problema. El problema era la materia prima. La guerra había terminado y aunque el ambiente carcelario era menos tenso y los funcionarios hacían la vista gorda con las pequeñas cosas, llevarse miga de pan de las cocinas podía ser la excusa perfecta para un desahogo o para la venganza personal de algún carcelero resentido. Y de esos había unos cuantos.
Paulino había accedido a la cocina hacía unos meses, cuando pidieron voluntarios. Esa ocupación le entretenía y hacía que las horas y los días pasaran más rápido. Reflexionaba a menudo sobre ello mientras pelaba los nabos, arrimado al calor del fogón en los días fríos y húmedos del invierno asturiano. El tiempo no transcurría siempre igual. Los primeros meses, hacinados en las celdas, sin apenas salidas al patio, el tiempo era una cuenta atrás inexorable, una espera cruel y asfixiante hasta que, al caer la tarde, los pasos de los guardianes resonaban en el corredor, deteniéndose cada poco para cantar un nombre. Cuando pasaban de largo ante la 138, los hombres se miraban aliviados y disfrutaban del único rato de descanso para la mente hasta que se dormían, en el suelo, pegados unos a otros en la celda rebosante. A la mañana siguiente, todo volvía a empezar. Cuando el guardián abría la 138, los presos, en pie, miraban al suelo, aturdidos, aterrorizados. El protocolo era siempre igual: un nombre, un apellido, nada más. Los guardianes tomaban al preso de los brazos y lo sacaban caminando como sonámbulo, ausente, mientras los demás desviaban la vista en silencio, temerosos de acompañar al infortunado. Esa tarde no había conversación, no había cuchicheos en la oscuridad, solo miradas húmedas, pensamientos oscuros y aquella maldita sensación de culpa por sentirse afortunado, en medio de aquel infierno, de seguir vivo un día más. Aquella tortura duró nueve meses.
Una vez secas, las piezas negras se pintaban con betún. El pringue del betún no terminaba de desaparecer del todo hasta pasadas varias semanas y el jugador que iba con negras debía lavarse las manos después de la partida. Roque, el recluso más pulcro de la cárcel del Coto, un hombre elegante incluso con el buzo de presidiario, que había sido crupier en el casino del Sardinero, se negaba a jugar con negras, decía que el tinte de los dedos no terminaba de desaparecer. Jugaba con blancas o no jugaba.
Paulino aprendió a jugar al ajedrez en la papelera, siendo un chaval, las noches de guardia mientras vigilaba la máquina. Siguió con admiración la trayectoria del brillante Capablanca y su rivalidad con Alekhine y, aunque no era un buen jugador, era muy aficionado y no perdía ocasión de enseñar los pormenores de este juego a quienes le rodeaban.
Belarmino nunca mostró interés por aprender a leer, decía que los diarios mentían: “el papel aguanta todo lo que le ponen”. Para bajar a la mina no necesitaba leer, decía. Sin embargo, sí que mostró interés por aquel juego, aprendió rápido y en unos meses superó al maestro. Paulino admiró siempre la viva inteligencia de Belarmino, el compañero de celda iletrado pero despierto con quien compartía angustias y desvelos. Ya anciano, recordaba todavía sus versos: “Un chivo dio un reparo y en el aire se detuvo. Hay chivos que tienen padre pero Ramonzón… ni madre tuvo”.
Cuando el capellán castrense se acercaba al atril desde el que dirigía la homilía a los reclusos, vigilados de cerca por los guardias, debía tener cuidado de que el largo cañón de su colt cuarenta y cinco, colgada de un ostentoso cinturón con cartuchera, sujeto sobre la sotana, no tropezara con el pie que lo sostenía y diera al traste con el mobiliario. En todos sus sermones, el sacerdote reprochaba invariablemente su falta de hombría a los feligreses: “Si fuerais hombres de verdad os habríais hecho el harakiri, antes que dejaros coger, como están haciendo los soldados japoneses. Pero vosotros no sois más que rojos miserables, no sois soldados”. Ramonzón asentía complacido por las palabras del cura y miraba desafiante a los presos esperando ver un gesto de rebeldía que justificara la paliza posterior, al término del oficio religioso.
La guerra mundial había terminado, los aliados habían acabado con Hitler y la España fiel a la República que no había sido pasada por las armas se preguntaba cómo había podido pasar aquello, cómo era posible que aquella banda de sediciosos hubiesen ganado la guerra y siguieran en el poder, ajenos al destino del fascismo en Europa. Cómo aquel general mediocre de opereta había podido sobrevivir a sus aliados italianos y alemanes. Mientras hasta los más optimistas comenzaban a asumir la posibilidad de un largo exilio y el desánimo dibujaba la realidad de la derrota definitiva, los tibios, los ajenos, los neutrales, se aprestaban a acomodarse al nuevo régimen.
Paulino pensaba en su esposa a menudo. Y en sus hijos. Se habían separado en Bilbao tras los intensos bombardeos, unas semanas antes de que los nacionalistas les dejaran con el culo al aire tras su pacto con los italianos en Santoña, obligándoles a huir sin rumbo, con el frente desmantelado, hasta terminar en la ratonera de Gijón. Durante los largos meses tras su detención y mientras estuvo condenado a muerte, Paulino no supo nada de su familia. Solo su intención de embarcar a Francia, tras desestimar el envío de los menores a Rusia. Pilar y los niños tampoco tuvieron noticia de él. El largo y azaroso viaje, las jornadas en el Ardèche francés durante varias semanas, el regreso a la Villabona usurpada por los nacionales y los primeros meses allí, transcurrieron sin noticias sobre el paradero del padre de familia, esperando con angustia la relación de caídos en el frente o de los fusilados.
Ahora las cosas se habían calmado, habían vuelto a la rutina, era la rutina de los perdedores pero, al fin y al cabo, tenía esa cualidad tan apreciada, común a las rutinas: la ausencia de sobresaltos. Mientras picaba la cebolla para el guiso, Paulino recordaba las partidas de ajedrez con Aurelio, su cuñado, con quien había compartido tantos buenos momentos que nunca más volverían. Pensaba en su ausencia y en el dolor que su esposa debía sentir por la pérdida de su hermano menor. Mientras picaba la cebolla pensaba en lo rutinaria que se había convertido la vida, pensaba en el pobre consuelo de la comodidad de esa rutina y sus ojos se enrojecían mientras empujaba la cebolla picada hacia el puchero.
Las tardes opresivas y tristes entre aquellas paredes el ajedrez ayudaba a no pensar, precisamente porque exigía una gimnasia mental que no dejaba resquicio a las ideas. La aritmética compleja de las sesenta y cuatro casillas construía un espacio aislado y hermético, mucho más infranqueable que los muros de la prisión del Coto, aunque mucho más habitable.
(Ayer leí una entrevista con Magnus Carlsen, apodado “el Mozart del ajedrez”, aunque este apodo ya fue utilizado hace cien años con José Raúl Capablanca, el genial campeón cubano al que mi abuelo admiraba. Una de las fotografías que ilustran la entrevista nos muestra a Carlsen jugando una partida a ciegas. Debe jugar partidas simultáneas a ciegas con cierta frecuencia. La capacidad de análisis de infinidad de variantes es algo impresionante en los grandes maestros pero, además, esa capacidad de compartimentar la mecánica del pensamiento me parece increíble. En “El jugador de ajedrez”, Stefan Zweig describe la situación de un prisionero de guerra sometido al castigo del aislamiento que, en uno de los interrogatorios, consigue hacerse con un libro. Cuando llega a su celda descubre decepcionado que se trata de un compendio de grandes partidas de ajedrez. Su decepción va mudándose en interés y luego en pasión, cuando finalmente el recluso adquiere la habilidad de jugar las partidas en su mente… ¡contra sí mismo! Uno puede pensar que el argumento de esta novela corta es una fantasía imposible. Las mentes de los grandes ajedrecistas se encargan de demostrar que no.
La lectura me llevó ayer a ese triángulo Carlsen, Capablanca, Zweig y a la evocación del recuerdo de mi abuelo, que mantuvo su interés por el ajedrez hasta su muerte; le gustaba jugar, aunque creo que le gustaba más vernos jugar. Hace años que no juego al ajedrez, la vida me ha ido robando a mis rivales. Para mí fue siempre un pasatiempo familiar, sin más, que practiqué con mi abuelo, con mi padre y con mi hermano o mis primos. También con mis sobrinas y con mi hijo, aunque hoy, el ajedrez ha dejado de encajar en mis hábitos familiares)
Como siempre, me ha encantado…Escribes igual que pintas: a colores, más allá del blanco y negro del tablero. Lástima no saber jugar al ajedrez…Igual me pongo a ello.
Se ha abierto un abismo -uno más- en mi interior. La ignorancia, además de atrevida, suele ser dolorosa; cuando se trata de la propia resulta casi insoportable. Un beso y gracias. Tu primo.
Qué bonito, Rafa! Y qué recuerdos el Ajedrez. Me gusta pensar que es una vieja herencia familiar que me llevo siempre conmigo, aunque también hace años que no lo practico. Gracias por eso y por el artículo.
Siempre está bien un poco de historia de la familia, gracias por compartirla.