Mientras la cuadrilla de adolescentes descansábamos en Xoxoka, camino del Adarra aquella mañana de Año Nuevo de 1975, un hombre mayor, delgado, con una evidente discapacidad que afectaba a sus extremidades inferiores, pasó ante nosotros caminando a pasos cortos, erguido como de puntillas al tiempo que balanceaba su cuerpo de una forma grotesca.
Algunos no dudaron que adelantaríamos pronto al singular montañero, sin embargo, quienes conocíamos a Emeri, sabíamos que se nos haría difícil alcanzarle, que probablemente nos cruzaríamos con él, como de hecho así sucedió, descendiendo ligero mientras nosotros resoplábamos aún en la última y más empinada cuesta cerca de la cima.
Años después, Poto y yo nos juntábamos a veces en el bar Dori a tomar un café después de cenar para hacer planes y, de vez en cuando, Emeri, ya anciano, se dejaba caer por nuestra mesa para contarnos sus batallitas de juventud en compañía de Atarrabio y otros montañeros históricos del hernaniarra Mendiriz Mendi, nuestro club de montaña. En realidad creo que nos contaba siempre la misma historia, aquélla de la salida a Panticosa y su intento a los Picos del Infierno, en la que se tuvieron que conformar con ascender al Tebarray, debido a la niebla.
Emeri se sabía muy bien la altitud del pico Tebarray, 2916m, lo aclaraba siempre mientras nos contaba con orgullo que ostentó durante un tiempo el récord de España de altitud para deportistas con discapacidad.
Según mi madre, Emeri se quedó así por comer “titos”, y probablemente tenga razón. El latirismo es una enfermedad producida como consecuencia del consumo continuado de almortas, los “titos” que dice mi madre, una leguminosa de potencial tóxico que produjo una auténtica epidemia en la postguerra y cuyo consumo está prohibido hoy en día. El latirismo da lugar al tipo de deformidades que padecía Emeri.
Efectivamente, no pudimos alcanzar a aquel andarín consumado y nuestra ascensión al Adarra tras los excesos de la víspera y el salvaje madrugón, fue muy poco placentera. En aquella época se practicaba una especie de orgía alcohólico-musical, precursora de los cotillones de fin de año, en los pabellones abandonados de Transpacar, desde donde los más osados partían directamente camino del Adarra. Los más jóvenes dormíamos tres o cuatro horas y cogíamos el tren hasta Urnieta. Aquel año, 1975, una ikurriña ondeaba en la cima del Adarra. Todo un acontecimiento, ilegal por supuesto en una Euskadi que vivía los últimos estertores del franquismo, que llegarían al clímax unos meses después, en septiembre, con el fusilamiento de Txiki, Otaegi, Sánchez-Bravo, Humberto Baena y García Sanz, dos meses antes de la muerte del dictador.
He subido muchas veces al Adarra en Año Nuevo, participando de esta costumbre arraigada entre los montañeros de Donostialdea. Sin embargo, no me gustan las tradiciones. Más bien las detesto.
Admito las costumbres. Las practico. Las costumbres son a veces útiles porque nos permiten actuar en modo automático, liberándonos de la tarea de analizar situaciones, buscar la respuesta adecuada y ejecutarla (es el tipo de costumbre que me empuja a comprar siempre los cartuchos de tinta de la impresora en la misma tienda, a sabiendas de que, probablemente, las pueda encontrar más baratas en el Megabit de dos manzanas más allá). A veces las costumbres no responden a una necesidad práctica de ese tipo, simplemente puede tratarse de hábitos placenteros (como comerme un mixto de ibérico en La Cepa después del cine los viernes por la noche) o entretenidos (como subir al Adarra el día de Año Nuevo). Lo bueno de las costumbres es que pueden cambiar, en función de nuestros intereses o de las circunstancias. Uno además, no se siente culpable por abandonar una costumbre o sustituirla por otra.
Pero, cuando elevamos las costumbres a la sagrada categoría de tradiciones, la cosa cambia, la tradición suele ser un instrumento al servicio de la identidad y, no sé por qué, eso de la identidad, la gente se lo toma muy en serio.
Hay tradiciones que parecen inofensivas, pero no lo son. Las tradiciones sirven siempre a un fin último. Costumbres puede haber buenas y malas, tradiciones no, las tradiciones son siempre buenas y hay que protegerlas, divulgarlas, apoyarlas. Los garantes de las tradiciones vigilan celosos para que no se vulneren, dictan lo que es contrario a ellas e incluso las modifican o reinventan cuando conviene.
Este año nuevo, como aquél de 1975 y otros muchos, he vuelto a subir al Adarra. Una bonita costumbre, sin más…
Y muy bonicas las fotos…Ya estaba echando de menos la primera entrada de este 2014, y esta me ha gustado mucho!
Gracias Marilis… y Urte Berri On!
Rafa,como siempre, una entrada preciosa!
Solo una pequeña aclaración (como «Botánico» no me aguanto 🙂 ): La almorta no es una graminea. Es una fabacea o leguminosa (otro grupo de plantas que producen frutos en forma en legumbres como los guisantes, judias etc..). El nombre botánico es Lathyrus sativus (Lathyrus = hoja ancha; sativus = cultivada). Y si, es verdad que, aunque se utilizan como base o condimento de muchos platos en la península, su consumo abusivo puede producir el latirismo.
Me encanta la diferenciación entre costumbre y tradición…
Muchas gracias, Luis, por la aclaración ¡corregido!
Urte Berri On!