Con el paso de los años la sola visión de la silueta de unas montañas se convierte en un repaso de la biografía propia. Uno no es solo capaz de nombrar cada pequeño resalte, aguja, gendarme, collado, horquilla o cima que se dibujan en la lejanía. Además, es capaz de evocar recuerdos asociados a cada uno de esos accidentes del relieve.
Vuelvo una y otra vez a los mismos lugares, renunciando a conocer otros horizontes donde aprender y familiarizarme con las particularidades de un nuevo perfil se convierte en una tarea tan pesada como infructuosa. Donde nunca seré más que un visitante ocasional y distraído.
Me siento vinculado a una línea quebrada que cierra el horizonte y delimita un lugar, un paisaje. Que me pertenece y al que pertenezco. Aunque no tenga nombre ni fronteras. Aunque tenga varios nombres y muchas fronteras.
Hay lugares extraños en el mapa dibujados por el capricho banal de la Historia. Anécdotas sin sentido por las que la gente odia, desprecia y a veces mata. Lo he visto con mis propios ojos. Igual que veo esa línea nítida, recortada contra el cielo, que dibuja con precisión mis vivencias, mis pasiones, mis frustraciones.
Palas, Arriel, Balaitous, Frondiellas, Geodesiens, Von Martin, Ledormeur, Lamathe, Les Isards, Latour, Cadier, Robach… nombres que se suceden girando en círculos como un carrusel de recuerdos mientras la vida se consume. Robach, Cadier, Latour, Les Isards, Lamathe, Ledormeur, Von Martin, Geodesiens, Frondiellas, Balaitous, Arriel, Palas…
Lugares que brillan con el mismo esplendor de aquella primera vez en la que mis ojos se alzaron buscando el límite quebrado entre la tierra y el cielo.