Blanquita avanzó decidida bajo los helechos vigilando de reojo la hilera. Era hora de volver con el grupo. La amona soltó un grito de satisfacción al verla, la daba por perdida pensando que algún zorro habría dado cuenta de ella. Era la única gallina blanca del gallinero y ponía unos hermosos huevos como de marfil, más grandes que los demás y de una yema de color intenso. Los ocho pollitos la seguían en orden, observando con atención el lugar que les iba a servir de morada. Blanquita había incubado sus huevos escondida en algún lugar entre la argoma, lejos del gallinero, y ahora volvía a la pradera que rodeaba el caserío y al laberinto familiar entre maizales, metas y aperos tirados por el suelo que conformaban el paisaje cotidiano.
Asentado sobre un collado, al abrigo de las borrascas por la colina adyacente, el mar no se ve desde allí. Pero se intuye. Hoy, apenas un montón de piedras en la maleza delatan el lugar en el que se levantaba el caserío en el que vivía la amona de Sabino.
Gaztarrotz era un lugar bucólico, un caserío aislado al que solo se podía llegar caminando tras dos horas de fatigoso sendero desde Pasajes. La vida allí era sencilla, los días largos, las noches silenciosas y el horizonte siempre lleno de espuma. La espuma de un mar bravío, de verde profundo, que acompañaba a la distancia justa en las tareas diarias del campo. A veces se bajaba a pescar o a coger percebes y, en ocasiones, en noches calmadas sin luna, se bajaba a las calas contiguas al estraperlo. De vez en cuando había visitas ocasionales, sobre todo de cazadores o de carabineros y la amona improvisaba un guiso o preparaba unos huevos fritos que contribuían a la economía familiar tanto como el contrabando celosamente escondido en la ganbara.
Durante años desapareció de Gaztarrotz todo rastro de actividad, más allá de las tareas forestales de la Diputación o de algún rebaño desperdigado de betizus o de caballos. Desde el último gran incendio que devastó el lugar y acabó con los últimos restos del caserío, hace más de cuarenta años, solo los cazadores llegaban, últimamente ya con sus todoterrenos, para tomar el lugar durante unas horas. Algún buscador de setas o algún pescador apresurado pasaban de largo. Ninguno de ellos podía detenerse a almorzar o a tomar una botella de sidra como antaño.
Lo que nadie hubiese imaginado en los tiempos boyantes de Gaztarrotz es que el mayor atractivo para los visitantes de paso por allí, hoy, sean aquellas paredes de roca roja llenas de agujeros y de formas extrañas, aquellas líneas y círculos ocres y amarillos que se dibujan en las oquedades. Nadie hubiese imaginado que la simple contemplación sea, en sí misma, una actividad que justifique las fatigas de llegar hasta allí.
Hace una veintena de años que el litoral de Jaizkibel comenzó a despertar el interés de unos pocos entusiastas, fascinados por los pequeños tesoros naturales que iban descubriendo tras cada promontorio o en cada ensenada, a cual más singular y extraño. Paisajes a veces de otro mundo y de cuya existencia ni sospechábamos. El Club Vasco de Camping a través de su anterior presidente, Jesús Mari Alquezar, hizo una enorme labor de divulgación para poner en valor una parte del territorio guipuzcoano inesperadamente bella. Cuando se recorre en coche la carretera de Jaizkibel, el plano inclinado de la ladera que cae hacia el mar, en general pelada o llena de pinares y argoma, no deja intuir sus tesoros, los esconde con el mismo celo temeroso con el que la amona de Sabino escondía la ilegal mercancía de la vista de los carabineros mientras comían. Y es que, afortunadamente, hay que caminar para descubrir extasiado el color soberbio y las formas de fantasía que esconden las cuevas de arenisca, o para transitar sobre el sedimento petrificado del que sobresalen los paramoudras. Hay que caminar para descubrir Jaizkibel y enamorarse. Pero merece la pena. A veces parece que la divulgación ha sido más eficaz al otro lado de la frontera y uno se encuentra más visitantes franceses que españoles.
La amona de Sabino se frota las manos atisbando desde la ventana de la cocina la llegada de nuevos visitantes, trajinando entre pucheros con su delantal impoluto. Visitantes satisfechos, saciados los ojos por la belleza del paisaje, radiantes y con la cartera llena. Mientras la amona charla amablemente con ellos, Blanquita, la princesa de los huevos de marfil, la única tocada por el privilegio de tener nombre, picotea aquí y allí buscando las lombrices más gordas y brillantes.
Hoy he pasado de nuevo por Gaztarrotz en compañía de Idoia y de Txema. Aunque he estado varias veces allí, no me había asomado nunca al vallecito de Labetxu. Un pequeño arroyo desagua, saltando de roca en roca, directamente en el mar conducido entre paredes de formas irreales y colores imposibles. Un lugar que merece la pena visitar. Un lugar cuyas formaciones hemos visto mil y una veces en fotografías, creyendo ver más el efecto de la manipulación del artista que la creación espontánea de la Naturaleza, hasta que las contemplamos directamente. Sin intermediarios.
Hay que ir y verlo. Sencillamente.
Zoragarria, Rafa. Opari bat begientzat.
Mila esker, Joseba!
Uf! Precioso: el texto, las fotos…creo que el texto y las fotos! Ha mejorado mi prolongado desayuno postguardia. Mila esker!
Un placer, Marilis, y un privilegio, ser cómplice de esos buenos momentos. Gracias a ti.