Con las primeras luces del día, el frío de la mañana en la cara, el cuerpo entumecido. Acercarse en silencio a la pared es un ritual. Lleno de gestos repetidos, de incertidumbre, de introspección necesaria para leer los deseos íntimos y los temores arrinconados. Para saborear cada paso anticipadamente.
El silencio, como la soledad, es un privilegio anhelado. Me gusta escalar en silencio. Me gusta la soledad de una reunión. Hay algo mágico en esos momentos en los que el vínculo con el compañero se reduce al simple movimiento del tramo de cuerda que tienes delante. A veces un vaivén titubeante, otras un fluir suave y decidido o una quietud preocupante. Leer los movimientos de la cuerda es pulsar el estado de ánimo del compañero invisible, estar con él sin cruzar palabras.
El silencio es un oasis de descanso para nuestro cerebro bombardeado. Sin embargo, tendemos a interpretarlo como un espacio vacío, una ausencia, una pérdida.
Me gusta el silencio, me gusta la soledad, esos momentos mágicos en un espacio improbable, lejos del suelo, lejos de la cima. Diez milímetros de hilos entrelazados como único camino para volver al mundo. Un mundo que has dejado atrás, muy atrás, diluido en la memoria, distante, vencido.
Hasta que la voz de un energúmeno grita en otra vía, no lejos de donde estás, atronando su eco por todo el valle: ¡Tira de la verda! ¡Hostia, de la verda!, ¡Tira de la verda!…
…haciendo añicos la magia del momento.