
Luis Abalde, Kike de Pablo, Txomin Uriarte, Juan I. Lorente, Angel Landa, Rodolfo Kirch, Angel Lerma, Xabier Erro, Julio Villar, Luis M. Saenz de Olazagoitia (Foto: Andoni Ramos)
Una hilera de hombres de piel oscura y aspecto aguerrido camina sobre una enorme pendiente de nieve, agarrados todos a una cuerda. Sus abultadas mochilas tienen un tamaño sobrehumano. Uno de ellos lleva las gafas oscuras, con los laterales protegidos y una nariz de cuero pegada, como la de un disfraz, sobre su frente. Mira directamente a la cámara y, pese al gesto de sufrimiento de todo su rostro, hay una sonrisa en su mirada. Una sonrisa de optimismo que es casi una invitación a participar de algo formidable…
Cuando yo era niño, es decir, en los sesenta, mi padre estaba suscrito a “Selecciones”, la edición en español del Reader’s Digest, aquella revista mensual americana de actualidad que informaba de asuntos de interés general y que yo hojeaba con curiosidad buscando artículos sorprendentes que me contaban cómo funcionaba un cohete espacial, los detalles sobre la violenta explosión de un volcán o la narración de las aventuras de un navegante solitario. Uno de aquellos números contaba la historia de la primera ascensión al Everest, realizada algunos años antes. Me resulta sorprendente descubrir que, pasado tanto tiempo, las cosas que de verdad despiertan mi curiosidad sigan siendo las mismas (no sé si eso es bueno o es malo).
La foto a la que me refería y que más tarde descubrí que estaba tomada en la pared del Lhotse, ilustraba junto a otras aquel artículo sobre la expedición británica del cincuenta y tres. No sé cuántas veces miré aquella fotografía, durante cuántos años. Pero sé que con ella tomé conciencia de la existencia de unas montañas gigantes, llenas de grandes estructuras de hielo cinceladas por la mano caótica del azar, de pendientes de nieve vertiginosas y grietas oscuras e insondables. Recuerdo el rostro arrugado y las manos encallecidas, aferradas a la cuerda fija, de aquellos hombres de otra raza que, según el artículo, podían respirar aquel aire liviano que no llena los pulmones. No voy a decir que mi afición a la montaña nació con aquella fotografía, en realidad me la contagió mi padre, pero sí que formó parte de una de las postas tempranas en las que refrescar las energías que la empujaron.
Pocos años después la lectura de “La ascensión al Everest”, de sir John Hunt, puso definitivamente en contexto aquella fotografía y terminó de despertar mi inquietud montañera y el sueño inalcanzable de visitar aquellas lejanas montañas. El Everest iba cobrando forma en mi mente, donde sus perfiles se iban dibujando cada vez con más detalle.

Miembros de la expedición Tximist al Everest (1974). De izquierda a derecha, de pie: L. M.ª Sáenz de Olazagoitia, Julio Villar, A. Rosen, Paco Lusarreta, F. Uriarte, A. Landa. A. Lerma. J. Cortázar. R. Kirch y A. Alonso; agachados: F. Larruquert, R. Gallardo, J.C. Fernández, J. I. Lorente, Txomin Uriarte y L. Abalde.
En 1974 yo tenía catorce años y sentía una fascinación por las montañas que sabía que no me iba a abandonar nunca. La expedición Tximist al Everest nos acercó aquellos paisajes lejanos, convirtiéndolos en tema de actualidad. Nos los acercó hasta tal punto que los protagonistas de las historias que nos hacían soñar despiertos dejaron de ser héroes extranjeros de papel admirados en fotografías, y pasaron a ser montañeros de carne y hueso de Pasaia, de Donostia, de Vitoria… Compartimos con tristeza la frustración de Felipe y sus compañeros allí arriba, cuando a 8500m tuvieron que abandonar el sueño que acariciaban con la punta de sus dedos y nos sentimos vacíos, como ellos, al tomar conciencia de la ocasión perdida y de la dificultad de tener una nueva oportunidad.

Expedición vasca Everest 1980: JI Lorente, JR Arrue, X Erro, X Garaioa, LM Saenz de Olazagoitia, A Rosen, E Hernando, K de Pablo, F Uriarte, J Urbieta, R Gallardo y M Zabaleta.
En 1980 estudiaba tercero de carrera en Vitoria y, aquella primavera, una fotografía tamaño poster de la cara Sur del Everest presidía una de las paredes de la cocina, en nuestro piso de estudiantes. Mis compañeros de piso eran puntualmente informados de la progresión de la segunda expedición vasca al Everest, a la vez que se les instruía en los detalles y dificultades de la ruta. Hace un par de años ayudé a Iñigo, socio del Club, a montar un vídeo con las imágenes grabadas en un intento que hizo a aquella montaña en una expedición comercial por su cara Sur. En un momento de las varias conversaciones que tuvimos le dije que había subido y bajado treinta veces el Everest, él me miró sorprendido, dudando por un momento si tomar la frase en sentido literal… La verdad es que la vista del Ama Dablam desde el puente colgante, los afilados perfiles del Pumori, la vertiente agreste del Nuptse y su escalofriante cresta de varios km hasta el Lhotse, los seracs caóticos de la Cascada de Hielo, las grietas transversales del Circo Occidental, la gigantesca cara Suroeste por donde Chris Bonington se aventuró, la empinada pared del Lhotse, las Franjas Amarillas, el Espolón de los Ginebrinos, el collado Sur, la cima Sur, el Escalón Hillary… son lugares familiares para la generación que vivimos aquella época del montañismo vasco, tan familiares como la Torre Eiffel o las cataratas del Niagara, sin necesidad alguna de haberlos visitado.
Yo nunca he estado en el Himalaya, mi sueño juvenil de quizá… algún día… intentar un ochomil, se diluyó, irrevocablemente, sin ni siquiera haber sido planteado, tras la lectura de “El nudo infinito” del viejo Kurt. No visitaré nunca aquellas montañas, pero no me importa. Soy de la opinión de que el tamaño que de verdad vale en una montaña no es el que le da el mapa, sino el que nuestras propias vivencias le adjudican, y esas dependen de tantos factores…
Sin embargo, creo que en la educación montañera de mi generación, las dos expediciones vascas al Everest jugaron un papel determinante. Independientemente de nuestras aspiraciones montañeras o de nuestros gustos personales.
Cuando llegó la noticia de que Martin había llegado a la cumbre, sentí una satisfacción enorme, pero sobre todo, la sensación de que el montañismo vasco podía pasar una página que debía haberse pasado seis años antes. Más que un triunfo, era el cobro de una deuda pendiente, la extracción de una espina clavada. Mi paisano Martin Zabaleta fue recibido en olor de multitudes en Hernani, las calles estaban abarrotadas de gente, gente que nunca oyó hablar del Espolón de los Ginebrinos, del Valle del Silencio ni, por supuesto, de Eric Shipton, de Irvine y Mallory, de John Hunt o de Bourdillon y Evans, aquello había tomado una dimensión que iba más allá de lo montañero, deslizándose por unas laderas que escapaban completamente a mi interés… yo no bajé al recibimiento.
La semana pasada tuvimos la oportunidad de ver de nuevo, muchos años después, “Agur Everest”, la película que narra los sucesos de este importante hito en la Historia del Montañismo Vasco y la tuvimos, además, acompañados de algunos de los protagonistas. Fue una velada entrañable (que algunos alargaron hasta la hora de llevar los cruasanes para el desayuno) donde el auténtico sabor de la Historia impregnó cada rincón del Teatro Principal, empezando por la cabina de proyección, donde las bobinas rodaron con su característico sonido, ese de las viejas salas, cargadas con los rollos de celuloide de “Agur Everest”. Alguien, durante la tertulia posterior, dijo que el film no resistiría la comparación con el cine de montaña que tenemos oportunidad de ver hoy, en el Bilbao Mendi Film Festival, por ejemplo. No estoy de acuerdo. Sí es cierto que el metraje es excesivo, que hay partes que se pueden resumir mucho, pero la sensación de estar asistiendo al testimonio de un acontecimiento histórico da un valor a la película que no tienen, ni de lejos, muchas de las películas de acción trepidante, imágenes de elaborado rodaje y perspectivas espectaculares que dan más valor al envoltorio que al contenido y que son hoy tan del gusto del público.
El acto se celebró en el contexto de la exposición “Mendia” sobre la Historia del Montañismo Vasco, montada por el Museo San Telmo con ayuda del Club Vasco de Camping y basada en los libros de Antxon Iturriza y la película se pudo proyectar gracias a la gestión de Jabi Baraiazarra del Bilbao Mendi Film Festival y a la Filmoteca Vasca.
Como digo, un acto entrañable y un homenaje merecido a los protagonistas de aquella empresa, tan loca como bella, de situar al montañismo vasco en la cima más alta. Muchas gracias a todos por haber alimentado los sueños montañeros de mi generación.
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