Entró en el refugio mientras me estaba preparando, solo, en un rincón de la sala vacía. Para mí era la hora de empezar la jornada, para él, la de terminarla. Secó los esquís con cuidado utilizando para ello un trapo limpio, impecable, que sacó de la funda; luego, delicadamente, los ató y los metió dentro de ella. Saludó con una sonrisa abierta y los ojos brillantes de quien se siente saciado, satisfecho. Se agachó con cierta dificultad y apartó los esquís, dejándolos en un rincón. Después hizo unos estiramientos, metódicos, parsimoniosos. Se cambió de ropa y, tras meterlo todo en la mochila, cargó sobre el hombro la alargada bolsa y se volvió a saludarme de nuevo. Caminó despacio hacia la salida, arrastrando ligeramente los pies, su cuerpo espigado visiblemente ladeado por el peso.
Fue la última vez que le vi.
Los últimos días de la temporada tienen siempre un aire triste… de velas que se apagan, de tiempo consumido, de momentos a destiempo. Me producen a veces cierta tristeza. Sobre todo cuando recuerdo aquella última vez. Tendría ochenta años, quizá pasados, y nunca olvidaré la forma en que apuraba aquellos momentos. El sentimiento intangible y al mismo tiempo poderoso de ver pasar el tiempo sobre su mirada azul y limpia…
Mi amigo Luis Ibergallartu escribe hoy en su blog sobre “Las última veces”: unas bellas palabras que me han traído a la memoria el recuerdo de aquel hombre recogiendo sus esquís, en lo que probablemente fue su última vez.
Como en un juego de espejos que rebotan, la imagen de un anciano de espaldas, vestido con un chandal y sus bártulos colgando, vuelve hasta mí y se aleja por aquel pasillo de luz deslumbrante hasta desaparecer… devorado por las nieblas de la memoria.