Ícaro despachurrado

Gowy-icaro-prado

La caída de Ícaro, JP Gowy (Museo del Prado)

Sentado al borde del camino me distraigo contemplando las formas caprichosas de las nubes que sobre el horizonte, al otro lado del profundo valle, adornan el paisaje alpino salvajemente agreste, luminoso e inmaculado en la distancia. Nadie sospecharía que la ciudad con su bullicio cosmopolita se agita a mis pies a esta hora de fragancias de asados y aromas dulzones de kétchup y orégano. Nadie imaginaría las hileras humanas interminables que escupen, sobre las laderas dominadas por el blanco esplendoroso de los glaciares, los ingenios mecánicos que las recorren, arriba y abajo sin descanso, acompañadas de murmullos musicales y voces explicativas en cuatro idiomas.

De pronto, mientras desenvuelvo una onza de chocolate, un objeto incomprensible sacude el aire con un estruendo a pocos metros de mí. Algo ha pasado justo delante de los pinos que, asomados al vacío que se abre ante ellos, se inclinan entre bloques de granito dibujando un gracioso primer plano sobre el paisaje formidable. Mientras trato de reaccionar e interpretar lo que mis ojos han visto, un segundo objeto sigue la trayectoria del anterior perdiéndose en el abismo. Esta vez lo he podido ver mejor: como una llamarada flameante, un meteorito carmesí que contenía una figura humana en su interior… Algo espantoso.

El Ícaro de alas incendiadas estampa sus sesos, previsiblemente, contra el suelo. Mientras tanto, el ávido consumidor de emociones ajenas desliza su dedo sobre la pantalla táctil buscando imágenes impactantes, una tras otra, buscando un relato de lo acontecido, sentado con la espuma de su cerveza adornando el bigote, entre el puesto de perritos calientes y la crepería. Busca imágenes de una noticia que se extiende inflamando las redes, como las alas del fatuo volador, más allá de los continentes, y teclea con sus dedos ágiles: salto base, Dean Potter, Yosemite, salto con perro… y la caja registradora que rentabiliza el espectáculo suena con sus campanillas enloquecidas ¡Pasen y vean!

Los vendedores de la historia le contarán al bebedor de cerveza que Ícaro era un libertador que “Buscaba sacudir la conciencia de una sociedad que ha dado la espalda a la aventura, que ha abrazado el conservadurismo y ha dado la espalda a la posibilidad de comulgar con la naturaleza…” Como si ser revolucionario, progresista, moderno, o lo que quiera que el autor del texto entendiera como antónimo de conservador, fuera ser tan gilipollas como para arriesgarse (con alta probabilidad de perder) a no poder volver a practicar aquello de lo que se disfruta: la vida. Como si no hubiera vida más allá de la adrenalina, como si nada mereciera la pena más allá del subidón de vanidad de hacer aquello que los demás no se atreven a hacer. Como si, para comulgar con la Naturaleza, hubiera que hacerlo a doscientos por hora o caminando sobre una cinta en las alturas.

Este juego obsceno de la ruleta rusa es sin duda una opción individual respetabilísima. Más allá de eso puede que tenga cierta belleza plástica y el valor añadido de dejarnos sin respiración. En un mercado de la actividad en la Naturaleza donde prima esa filosofía de barraca del ¡uyuyuy! encaja a la perfección…

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Una respuesta a Ícaro despachurrado

  1. Joseba dijo:

    ¡Cuánta razón llevas, Rafa! Antzeko zerbait pentsatu nuen albistea irakurri nuenean, baina ez nukeen hain ederki kontatuko.

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