Al principio de este verano Josu me dijo que quería hacer el Tourmalet en rollerski, por supuesto, me pareció una magnífica idea y quedamos en que reservaríamos un fin de semana para ello. La verdad es que casi se nos pasa pero, por fin, las cosas han cuadrado y el sábado tempranito nos fuimos para allá.
Ha sido un fin de semana corto pero intenso, el sábado disfrutamos del ambientazo cicloturista del Tourmalet. Es sabido que hay otros puertos más duros, más largos, más bonitos… pero no hay ninguno con el carisma de éste. El rosario de ciclistas arriba y abajo en sus rampas, los turistas que te sonríen desde la cuneta, el respeto de los vehículos que te adelantan y el gentío exultante en la cima, sacándose las fotos de rigor, hacen que sea un puerto obligado para cualquiera a quien le gusten las dos ruedas aunque, como en mi caso, no se acerque para nada a lo que se considera un cicloturista medio. El esfuerzo merece la pena.
Mientras trataba de perseguir a Josu, rapidísimo en skating con sus roller rápidos, sufrí de lo lindo en los primeros kilómetros, hasta que reseteé para acomodarme a mi propio paso trotón y olvidarme de él. Después del descansillo de la estación de Superbareges afronté las últimas rampas con optimismo al ver que alcanzaba, para adelantar al poco, a varios txirrindularis que me habían pasado por encima en la primera mitad. Me vine arriba y se ve que, contagiado de la épica del lugar, terminé pletórico esas duras rampas del último kilómetro. Me calenté y disfruté como un niño.
El domingo salimos de Luz en dirección a Gavarnie para comernos los treinta kilómetros hasta el col de Bujaruelo. Josu esta vez con los de clásico y yo acoplado sin problemas a su ritmo… hasta que en Gavarnie empezó el festejo de verdad. Cuando la cosa se puso tiesa, volví a darle “permiso” para que no me esperara. Poco a poco los kilómetros fueron pasando curva tras curva, por un terreno duro y mascando la soledad de este puertaco donde el “ambiente” lo tienes que poner tú en tu cabeza, pero bueno, sin sacrificio no hay paraíso y, finalmente, bastante más cansado que la víspera, llegué arriba acompañado de Josu, que tuvo el detalle de ir esperándome de vez en cuando con la excusa de parar a beber de la borracha.
Ha sido un fin de semana de los de no olvidar, en el que he vuelto a disfrutar de ese vuelo bajo que es encaramarse desde el valle hasta el collado, donde empiezan las montañas de verdad en ese Pirineo que cada día admiro más profundamente. Compartir con Josu estas pequeñas gamberradas es algo formidable, por el entusiasmo que me contagia y la complicidad que nos enreda, pero también porque me da la posibilidad de ver su evolución (hace ocho años le acompañaba en bici por estos puertos sin ningún problema, esperándole a ratos). La conversación a la luz de la luna llena en la terraza de su casa, en Lau Balagnas, la cerveza fría, el paseo por los bosques D’Estaragne cogiendo unas pocas gibilurdinas para la cena y el baño en el lago al anochecer… son momentos impagables que se mezclarán en la memoria con esas pedaladas de apretar los dientes, con el dolor de riñones y las gotas de sudor que se te meten en los ojos… camino del paraíso.