La niebla nos envuelve y nos transporta a una dimensión etérea, sin referencias. A un lugar que no entiende de mapas ni perspectivas. Una hoja en blanco por la que deambular sin rumbo.
No sé nada de mares, pero supongo que un navegante en alta mar debe sentir algo así: mires a donde mires, todo es igual. Bueno, un navegante tiene el sol y las estrellas, con un poco de suerte, y supongo que eso es suficiente para alejar esa sensación de vacío y ubicarte en el espacio, hacerte sentir en alguna parte.
Nosotros solo tenemos la gravedad, que nos pega al suelo y nos dice dónde está arriba y dónde abajo. Un suelo que casi no vemos, porque es indistinguible del resto del espacio que nos rodea.
Tengo una pequeña foto de la ruta marcada sobre un mapa en mi móvil, que tiene también una brújula. Manu mira la altitud en su reloj (si es que «eso» es un reloj) y tras un buen rato de avanzar a ciegas por el laberinto blanco, el suelo se acaba unos metros más adelante. Conozco el lugar y sé que no conviene acercarse, lo que vemos como una inocente superficie nevada es una cornisa que se asoma al abismo (y podría romperse bajo nuestro peso). A derecha e izquierda el terreno pierde altura, no se ve más allá de diez o quince metros. Debemos de estar en la cima.
¡Cima! Un abrazo y una foto en ninguna parte.
Este episodio de nuestras vidas podría ser tan irreal como un sueño compartido sobre el camastro de un fumadero de opio. Podría no haber ocurrido nunca… si no fuera por las fotos.
Por eso y porque los sueños nunca se comparten, nos pertenecen en exclusiva.
¡Uf, hermoso y sobrecogedor a partes iguales…!
Me atemoriza…