Margarita tiene ochenta y siete años. En su cabeza (se supone, porque nadie sabe lo que ocurre allí) se mezclan lugares, personas, situaciones, momentos, que nada tienen que ver con la realidad.
No conoce a sus nietos, esos extraños que vienen a visitarle cada viernes, ni a sus hijos, con los que comparte muchas tardes.
Sus cuidadores, otros extraños que la llevan y la traen cada día por lugares sin sentido, para hacer cosas carentes de significado, le dan todas las tardes un ovillo de lana y dos agujas que ni siquiera es capaz de pedir.
La sientan en una butaca de mimbre en la galería, donde la luz cálida del atardecer se cuela insinuando la existencia de un mundo bullente de vida y color en algún lado. Y ella teje con esos ovillos retales de colores mudos.
Teje y teje no se sabe qué, ni para quién…
En algún lugar de la parte consciente de su cerebro hay neuronas que se coordinan con propósito coherente y, recordando aquella técnica aprendida hace años y almacenada en otro rincón de ese mismo cerebro, ponen en marcha los mecanismos que la empujan a arrastrar con los dedos pegados a las agujas el hilo que punto a punto construye un discurso comprensible para quienes la rodean.
Cuando le hablan, no escucha, no responde.
Ella simplemente teje, a la espera de un punto y final.