
Justo antes de la salida del Maratón (foto Juancar Sanz)
Ayer estuve dos veces en el que pronto dejará de ser el Estadio Municipal de Deportes de Anoeta para ser, en adelante, el Estadio Municipal de Fútbol de Anoeta, con la pérdida consiguiente para la ciudadanía.
La primera fue al mediodía, cuando después de un esfuerzo de tres horas y treinta y tres minutos conseguí cruzar la línea de meta del Maratón, tras recorrer tres cuartos de vuelta sobre el deteriorado/abandonado/apenas utilizado tartán de la magnífica pista de atletismo. Lo hice con pena porque sabía que sería la última vez (ojalá se les tuerzan las cosas y me equivoque), pero también porque soy consciente de que en los 23 años desde que se inauguró, no ha habido voluntad alguna de llenar de contenido el mejor estadio para pruebas atléticas de Euskadi y uno de los mejores de España. Ni los responsables deportivos del Ayuntamiento, ni los de la Diputación, el Gobierno Vasco o el Gobierno Central, han hecho ningún esfuerzo serio para aprovechar una infraestructura de esa categoría en beneficio de un deporte como el atletismo y, a través de la organización de eventos atractivos, de la propia ciudad. Aparte de una prueba de la Copa del Mundo de Maratón, un Campeonato del Mundo de Veteranos y algún Campeonato de España, nadie se ha preocupado de organizar y consolidar un evento de prestigio como un mitin, por ejemplo, que permitiera traer, no digo a San Sebastián, sino a Euskadi, a atletas de primer nivel. Estoy convencido, además, de que, si se ha hecho un esfuerzo de voluntad en lo referente a esa pista, ha sido para mantenerla como está, abandonada y llena de agujeros que permitan argumentar lo de “total, si no se utilizan…”
El de ayer fue un maratón duro para mí. Vamos, duros son todos, claro, pero en este tuve malas sensaciones desde el primer metro. A partir del km10 sentí las piernas pesadas, antes del medio maratón los cuádriceps empezaron a molestarme y, aunque mantuve el ritmo propuesto para hacer tres horas y media, a partir del km 35 bajé el pistón, pasando por La Concha bien de fuelle pero con los muslos totalmente agarrotados. Al final cedí esos tres minutos sobre la marca objetivo. Finalmente la justicia deportiva, esa que dice que uno vale lo que valen sus entrenamientos, se cumplió en Anoeta. Acabé satisfecho, no tanto como el año pasado, en que disfruté la carrera desde el primer kilómetro hasta el último, pero satisfecho porque creo que di todo lo que tenía, me exprimí a tope y me salió la carrera que me correspondía. Y lo más importante, frente a la sensación que he tenido a veces al terminar un maratón, esa de “¡No vuelvo a correr en mi vida!”, esta vez iba pensando, en los duros metros del kilómetro cuarenta: “¡El año que viene lo tengo que preparar mejor!”.
A la noche volví a Anoeta repuesto a medias tras la paliza y por orden expresa de Manu desde Madrid: “Aita, vete de mi parte, va a ser un gran partido”.

Km 37: jodido pese a la sonrisa (foto I Oyarzabal)
La verdad es que disfruté del juego vistoso y del dominio frente a un equipo como el Barcelona que, a la que te despistas, te la lía en dos jugadas por mucho que tú seas superior durante 88 minutos. Lo pasé bien y me parece anecdótico el hecho de que nos anularan un gol que hubiese significado la victoria. Creo que el fútbol, como otros deportes en los que hay tantos intereses alrededor, prima en exceso el resultado sobre la calidad del juego: ya sabéis, eso de que “quiero que mi equipo gane, aunque sea en el último minuto y de penalti injusto”.
Me han contado que el fútbol, en origen, era un juego. Ya sabéis, un entretenimiento en el que un equipo de once jugadores se enfrenta a otro bajo unas reglas definidas y el interés de disfrutar y hacer disfrutar a quienes les observan.
A la salida del campo, once menos cuarto de la noche, yo arrastrando las piernas después de hora y media sentado y con una sonrisa de oreja a oreja. Una señora a mi lado con voz compungida: “Han jugado bien, pero nos han fastidiado la tarde, no era fuera de juego ¡qué injusticia!”.