(Pedrada nº6, Errimaia nº81)
Dice Simón Elías en «Alpinismo bisexual», una recopilación de artículos escritos durante años en distintos medios y cuya lectura os recomiendo vivamente, que «Durante años hemos ido a la montaña para buscar espacios de libertad. La escalada, el puro ejercicio físico de ascender, era algo anecdótico; lo importante era compartir un vivac con los amigos, comer una pasta que sabía al té del desayuno y compartir un cigarrillo bajo las estrellas, lejos de toda legislación. En la montaña, en la naturaleza salvaje, nos alejábamos de las constricciones sociales y crecíamos como personas…»
La verdad es que dormir al raso con el único abrigo del saco de dormir y una esterilla puede ser, si las condiciones acompañan, uno de los placeres sublimes para el montañero. No sólo por el disfrute que nos proporciona esa magia extraña que se apodera de las altas cumbres al caer la noche, por los colores fantásticos del atardecer, por la visión sobrecogedora de un firmamento plagado de estrellas, la quietud del entorno, el silencio o el casi imperceptible despertar de la luz anunciando el alba mucho antes de que los rayos tibios del sol calienten nuestros cuerpos. Sino porque, además, vivaquear es una buena estrategia que nos permite viajar de collado en collado por los territorios exclusivos y remotos donde habitan nuestros anhelos, recorriéndolos sin el esfuerzo añadido de remontar desde el fondo del valle cada vez, proporcionando una increíble sensación de libertad.
Cargar lo imprescindible en una mochila y pasar tres días cresteando de pico en pico en el Pirineo es mi forma preferida de andar por la montaña. Dormir al raso con un saco y una funda de vivac, forma parte de la estrategia. El único lujo que me permito, o al que me obligo, es mi cepillo de dientes. Y, por supuesto, algún buen amigo. La decisión de acomodarse en un lugar u otro la dictarán las circunstancias del momento; la estrategia y el equipamiento serán fruto de la experiencia y, seguramente, del capricho personal. Esa experiencia suele ser el resultado de una práctica tan necesaria como gratificante, donde los atajos en el aprendizaje hurtan, sin duda, el placer del descubrimiento personal. (¿De qué sirve que me lo cuentes?). Por eso me sorprendo al encontrarme en la librería con “30 Vivacs en cumbres del Pirineo”, una guía escrita por Jon Pérez Feito, socio del Club. Entendería un manual sobre cómo vivaquear, pero el dónde se puede expresar, si deseamos transmitir la esencia de esa práctica montañera, en una sola frase: ¡donde tú quieras!
El conde Rusell, amante entregado de las noches estrelladas del Vignemale, nos dice en su libro “Recuerdos de un montañero”: “…el lujo, las seducciones y el ruido de las ciudades balnearias, las iluminaciones, las cabalgatas y los fuegos de artificio, muy lejos de ser necesarias para nuestra felicidad, no añaden gran cosa a un país tan espléndido como éste, donde es suficiente mirar a nuestro alrededor para ser feliz…”
Repaso el texto de este artículo y, de pronto, con la insolencia de un intruso, me asalta el recuerdo de aquel vivac en las proximidades del refugio de Requin, casi un agujero de marmota bajo un bloque gigante que nos “protegía” de la tormenta. De madrugada, un hilillo de agua se coló en nuestro habitáculo, convirtiéndose pronto en un pequeño torrente que se colaba en el saco por el cogote hasta desaguar por los talones, lo malo era que fuera se estaba aún peor… O aquella noche en el collado de Salenques, tiritando sin pegar ojo, con las botas calzadas dentro del saco, la chaqueta abrochada hasta arriba, el gorro calado hasta las orejas y los guantes puestos, pegados Andoni y yo como si fuéramos un solo cuerpo, cosas normales en un vivac, si no fuera porque era ¡veinte de julio! O aquel otro amanecer, cerca del Portillón de Oô, en el que descubrimos con estupor que habíamos instalado nuestro vivac, bien entrada la noche, en medio de una ciénaga de la que habíamos cogido el agua para hervir una deliciosa sopa, cuyos tropiezos habían compartido cazuela con los innumerables habitantes de la charca que ahora sí veíamos.
En fin, mejor no sigo…