Manu acaba de salir por la puerta y yo me siento frente al ordenador para escribir en mi viejaszapatillas una nueva crónica intrascendente. Seguramente, para cuando nos volvamos a ver la nieve se habrá retirado de las montañas dando paso a la primavera, que repintará de verde el paisaje empezando un nuevo ciclo vital al ritmo de las estaciones. Una pena, vendrán los exámenes y se esfumará la posibilidad de otra salida como la de este fin de semana.
Lo siento por mis compañeros habituales, con los que echo muchas más horas en esto de ir al monte, verano o invierno, pero nada es comparable con una salida padre e hijo, los dos solos. Es un tiempo para la complicidad que me resulta más difícil conseguir en cualquier otra circunstancia, así que me afano en poner de mi parte para que se den las condiciones.
El viernes esquiamos en Somport con una nieve vieja marrón y una temperatura que nos hizo rebuscar en la caja hasta encontrar la klister más caliente. Pasamos a Candanchú para, a pesar de la nieve sopa y algunas calvas, pegarnos una esquiada de diez. Como digo… la compañía. Hace tiempo que es lo que más valoro: cenando en el mejor restaurante, en un viaje de vacaciones o en un paseo por los rincones de siempre de tu ciudad, solo la compañía (o, si disfrutas de la soledad, la ausencia de ella) puede hacer que la experiencia sea de diez. ¡No digamos en el monte!
Últimamente estoy un poco tiquismiquis: o me he vuelto alérgico a las muchedumbres o Somport está cada vez más abarrotado de gente. Las aglomeraciones de los fines de semana de esta corta temporada (en la que, una vez más, nos saltamos las navidades) han podido con mi paciencia. Si hace unos años mirábamos con lástima a los practicantes de alpino que se desviaban en largas hileras a uno y otro lado según llegábamos a lo más alto del puerto, hoy me veo casi como ellos.
Me sorprende un poco el hecho de que cada vez parece que haya más gente haciendo esquí de fondo y, sin embargo, la competición siga languideciendo temporada tras temporada. Como digo, me sorprende, aunque no me preocupa demasiado. Supongo que a quienes sí debe preocupar es a las “instancias federativas” que coordinan ese deporte, si es que tal cosa existe.
El sábado, ante la perspectiva de overbooking en Somport y el Campeonato de Aragón ocupando “la cancha” en Candanchú, optamos por escapar. Nos pusimos las tablas anchas (yo por primera vez este invierno) para disfrutar de una mañanera gloriosa, con buena temperatura y una nieve en perfectas condiciones.
Subimos y bajamos por la vertiente norte al Acué, una excursión sencilla pero muy bonita que nos permitió estar en casa cociendo las vainas para las dos y cuarto. El Acué (al que yo concía hasta ahora únicamente por su nombre francés, Gabedaille) queda separado hacia el Norte de la cadena principal y los sedimentos que lo forman le dan ese característico color rojizo tan abundante en la zona y tan diferente de las calizas del Aspe o el Bisaurín que quedan enfrente. En realidad, son mucho más antiguos que estos, pertenecen a la orogenia varisca, muy anterior al plegamiento alpino que levantó el Pirineo. Al estar separado del eje central, la vista desde su cima es formidable. Como ante un mirador, se despliegan frente al espectador toda una sucesión de montañas espléndidas, las más espectaculares, por su proximidad, el Aspe y sus compañeras Llena de la Garganta y del Bozo, la sierra de Bernera con todos sus picos, la continuación de Secús y detrás, medio escondido, el Bisaurín. Pero si prolongamos la vista llegaremos hasta el Anie por occidente y el Midi o el Balaitous y todo el macizo de Panticosa hacia oriente. A lo lejos asoman los picos que coronan el circo de Gavarnie.
La cima del Acué es un lugar espectacular, pero hay que bajar. Después de un año sin esquiar, toda prevención se disipa al tercer giro, la nieve está gozosa y me hace disfrutar como un niño. A Manu le da igual todo, es joven y disfruta en cualquier circunstancia.
Cuando nos quitamos los esquís abajo tengo esa sensación de día redondo. Otra vez.