En el bosque, desde las sombras, algo te observa.
Te vuelves y entre las formas retorcidas
intuyes una mirada fugaz que se esconde mientras te giras.
Caminas sobre la hojarasca que delata tu presencia.
Caminas despacio sobre las diminutas criaturas
que se cobijan aovilladas entre el confortable humus.
Llueve, el gorgoteo sordo del arroyo crecido te acompaña
y, de nuevo, tienes la sensación de que
detrás de ti hay alguien que alarga el cuello
entre las hayas centenarias para seguir tus pasos.
O algo…
Hay gárgolas y dragones, duendes y espíritus livianos
que se esconden en el bosque,
wendigos y silfos que, arrastrados por el viento,
se mimetizan en las formas cambiantes de los árboles
para agitar las ramas a tu paso y advertirte.
¡Ah! ¿O creías que era el viento?
No puedes verlos, pero sabes que están ahí.
No los ves porque no se dejan ver.
Tú los temes porque despiertan en ti
el temor ancestral del cautivo, del superviviente.
Ellos te temen porque saben que tu mirada los destruye,
convirtiéndolos en materia inmóvil,
para dejar de ser espíritus livianos
con la facultad de viajar libres dentro de ti.
Y convertirse en objeto perecedero…

Artikutza, el bosque encantado.