Inmóvil, como disecado, me observa atento desde el camino estrecho enmarcado por la hierba alta junto al alambrado que rodea una borda de pastor, a la orilla de la carretera. Sin embargo, su mirada, viva y escrutadora, no es la de un animal disecado.
Sigo pedaleando muy despacio, pegado al suelo bajo el influjo de los “campos magnéticos”. Pienso en no detenerme, he descubierto que en ocasiones así los animales silvestres toleran mi presencia a veces, siempre que no me oculte ni me detenga: siguiendo mi trayectoria previsible, se sienten relativamente seguros. Pero Joseba viene unos metros por detrás y finalmente me tengo que parar para señalarle sin aspavientos el lugar. Se detiene él también. Nos quedamos ahí los tres, en silencio, mirándonos, hasta que Joseba cede a la tentación de sacar el móvil del maillot y maniobra para sacar una foto. Como si sintiera que incumplíamos un pacto que defendía su intimidad, “fotos no”, el hermoso zorro desliza sinuoso su cuerpo entre la maleza y desaparece, dejando en nuestras retinas el fogonazo tímido de una llama roja provista de esa mirada penetrante, cargada de curiosidad y de pavor, que observa al ser humano desde el otro lado de una frontera, la frontera de un territorio que abandonamos como especie hace muchas generaciones…
Arrancamos de nuevo para cubrir los últimos kilómetros del puerto de Larrau, el afamado coloso que destronó a Miguel Indurain, y seguimos, pedalada a pedalada, nuestra marcha de caracoles joviales disfrutando de las penalidades que nos impone, a la vez que saboreamos el regalo de estar allí arriba, por encima de las nubes, en un día perfecto.
Josu me cuenta que sus amigos ciclistas roncaleses se refieren a este puerto como los Campos Magnéticos… ¿qué, vamos a los “Campos Magnéticos”? La ocurrencia cobra todo su significado cuando, con todo el desarrollo metido, que no es poco, todavía te cuesta dar pedales. Una fuerza poderosa te aplasta contra el asfalto. No puedo evitar volverme para ver si Joseba, que viene pegado, se ha agarrado a la tija de mi sillín.
No es la primera vez que lo subimos y el puerto sigue siendo igual de duro y sus paisajes igual de magníficos. Salir de la fronda vegetal del fondo del valle y su sofocante humedad para encaramarse hasta el cuidado pueblecito de Larrau, rodeado de praderas y la discreta labor de sus habitantes, es un esfuerzo ampliamente recompensado: allí empieza a correr una suave brisa. Se recorre luego, encadenando con paciencia curva tras curva, el sombrío bosque que nos protege del sol para, finalmente, salir a un paisaje abierto de prados de montaña que nos permiten disfrutar de la vista de Larra y sus emblemáticas cumbres cerrando el horizonte. Tras el descanso de un par de kilómetros tumbados, los dos últimos tienen el sabor de los grandes puertos, con sus zigzags que remontan con descaro, en pronunciada pendiente, el collado que buscas con la mirada mientras exprimes tus fuerzas.
Esta vez ha sido especial. Y lo ha sido por la razón por la que lo suelen ser estas cosas. Hacía mucho tiempo que no iba a andar en bici con Joseba: el madrugón, la conversación durante el viaje, el desayuno sentados en una terraza en la plaza de Atarratze, la ascensión pausada del puerto pulsando el ánimo del compañero, la satisfacción de la foto juntos en la cima, los huevos fritos con jamón…
Llevo toda la vida coleccionando momentos. A medida que me hago mayor, me doy cuenta de que los recuerdos que prevalecen están, cada vez más, ligados a pequeños detalles, a veces casi intrascendentes, que dejaron una huella emocional. Ese cruce de miradas, embelesadas unas, probablemente atemorizada la otra, en mitad de los Campos Magnéticos, no lo olvidaré fácilmente…
¡Qué belleza…! ¿Sería posible que alguna vez podamos ir allí, sin pedalear, y dar siquiera una vueltecita…? No será lo mismo para vosotros, no lo pretendo tampoco, pero igual se convierte también en un momento más para almacenar en la memoria…Besos.