Y entré con el salero al comedor de Marieta
La bella, la traidora, estaba acabando el flan
Y yo allí con la sal como un gilipollas, madre
Y yo allí con la sal como un gilipo-o-o-llas.
(Javier Krahe)
Algo que se aprende con el paso del tiempo es el sentido oculto de algunas cosas, el valor relativo de los objetivos que perseguimos, muchas veces lejos de su valor material. Poco a poco, en función de nuestras experiencias, adjudicamos a objetos y vivencias un valor que resulta en una jerarquía personal diferente para cada cual. Así, lo aparente puede convertirse en un mero pretexto, en un trámite en la búsqueda de lo verdaderamente significante. A veces algo tan trivial como sentarse alrededor de una mesa para comer unos huevos fritos con jamón. El preámbulo para ello puede ser más o menos intrincado, más o menos sofisticado.
Aunque todavía no es mediodía este día laborable de primeros de octubre, cuatro amigos nos hemos juntado para, con nuestros bártulos de escalada en el maletero, confundirnos con el tráfico denso y acelerado de la N-I y, camuflados entre transportistas, comerciales y autónomos con sus cachivaches bailando en la trasera de la furgoneta, poner proa hacia alguna pared de caliza que nos ofrezca varios largos de escalada entretenida.
A la hora en la que el mundo laboral se detiene un instante para retomar fuerzas llenando el gaznate, nos acercamos a la Marieta, en Ziordia. Vigilamos con recelo la actividad de la vecina cantera, por donde nos gustaría bajar siempre que los trabajos se hayan detenido cuando nosotros terminemos (una vez bajé con Edu del Espolón Ziordia mientras había actividad en la cantera y le preguntamos a un obrero si podíamos pasar sin peligro, temerosos de algún petardazo. Su inquietante respuesta fue: “-Si os dais prisa, sí.” Os podéis imaginar a qué velocidad bajamos. No me gustaría volver a pasar por un trance similar).
Periko irá con Juancar y yo me ataré a la cuerda de Suso. Considero todo un privilegio escalar con Suso, algo que hacía tiempo que deseaba. Para mí, encordarse con alguien es un acto de un significado especial, que traslado incluso a la escalada deportiva. No me gusta escalar con cualquiera y no comparto esa promiscuidad que lleva a los escaladores modernos a mezclarse, sin conocerse, con compañeros de fortuna a los que quizá no vuelvas a ver.
Suso carga sus 81 años pared arriba con la tenacidad propia de quien lleva toda la vida calzándose las botas (o los gatos). Descansa para coger aire tras el apretón de un paso exigente y se afana concentrado para resolver el siguiente. Enfrascado en el trabajo, su gesto serio se relaja cuando le recuerdo el privilegio de estar allí arriba sujetos a la reunión, mientras el mundo, ajeno a nuestra fútil chaladura, sigue su curso “trascendente” a nuestros pies, unos metros más abajo.
Hace poco, en una entrevista, la increíble Maruja Torres decía no estar hastiada de vivir, de aprender, de descubrir, decía que nunca antes había experimentado la vejez y esta, por tanto, era una nueva experiencia digna de ser vivida. Observo a Suso, sus brazos musculosos, los labios apretados, la mirada buscando el próximo agarre, escrutando la rugosidad de la roca, y veo un cuerpo tal vez cansado, pero animado por un motor poderoso, alimentado por el mismo combustible que el de la gran periodista.
Hemos empezado a escalar con un día triste y gris pero, poco a poco, el cielo ha ido descubriendo su azul y terminamos con una luz cálida que baña el paisaje a la vez que nuestro ánimo. Los currantes se han ido, la cantera está en silencio y la valla cerrada. Podemos bajar andando tranquilamente, sin necesidad de rapelar la vía, y dirigirnos por fin a nuestro verdadero objetivo: los huevos fritos en la Venta de Otzaurte. Como el pretendiente de la canción de Krahe, estamos preparados por fin para nuestro cometido.
Estos cortejos requieren siempre una cierta planificación. Además de buscar el momento idóneo, arreglando la agenda mientras el resto del mundo está trabajando, hay que contar con el pronóstico del tiempo y la vía adecuada. Además, unos días antes me ocupé personalmente de la idoneidad del lugar, me refiero obviamente al bar, a donde fui con Idoia, después de bajar de Urbia, a tomar un café. Comprobadas las excelencias del lugar, la amabilidad de los dueños y ver el aspecto suculento de sus platos, no había duda. Estábamos preparados.
Y, como el cortejador de Marieta, nos quedamos allí con nuestro plan como un gilipo-o-o-llas cuando supimos que la Venta no servía cenas entre semana. Llegábamos a destiempo.
Finalmente, resolvimos como pudimos, en un bar de carretera, gasolinera incluida y sin encanto, pendientes de desquitarnos a la menor ocasión otro día.
Tanta complicación para nada. Alguien podría pensar que, sin tanta maniobra, estaríamos en disposición de conseguir lo mismo yendo directamente al bar de al lado de casa y sentándonos sin más preámbulo alrededor de la mesa: pero no amigos, no. Porque lo bonito es desnudar los acontecimientos de sus sucesivas capas y saborearlas resolviendo sus incertidumbres propias, para llegar finalmente al verdadero cogollo, al tesoro escondido en el corazón de unos actos tan complicados como azarosamente entrelazados: el calor de la conversación, la compañía de los amigos, el afecto en fin.
Sí, el afecto, porque al final, de eso va todo, de afectos.
Pues sí, de eso va todo… de afectos… ¡casi nada!
Me ha encantado, como siempre.