Mientras los martillazos resuenan al fondo del pabellón y una sierra arranca un aullido estruendoso a la plancha de acero, Iñigo, ajeno a todo ese barullo industrial que lo rodea, saca de la carpeta un dibujo con la silueta de unas montañas. “Este año toca los Alpes”, me dice, mientras extiende el papel sobre un retal de acero Corten. Fija la plancha sobre dos caballetes y prepara el soplete láser. La atmósfera se llena de chispas y la lengua de fuego derrite el metal como si fuera mantequilla: Aiguille Verte, Grépon, Charmoz, Blaitière, Aiguille du Plan, du Midi, Tacul, Maudit, Mont Blanc…
Cada año, Iñigo Aristegui dibuja para nosotros una cordillera, siempre distinta, utilizando los mismos ingredientes telúricos que gestaron las montañas de verdad: fuego, chispas y hierro fundido.
Somos raros los humanos, capaces de ver en la figura de este hombre en la penumbra, concentrado sobre el metal abrasador que estalla derramando la luz que escondía en su materia, un acto que conecte con la silueta luminosa de aquellas lejanas montañas y ese otro hombre que se afana en ascenderlas.
Me gusta ver trabajar a Iñigo. Los martillazos, las chispas, el esfuerzo físico, el ruido… conectan la creación artística con esa otra labor industrial del artesano. En ese taller atestado de máquinas, de pedazos de planchas metálicas apiladas o tiradas por el suelo, de viruta de acero y varillas apoyadas contra la pared, confluyen los dos universos, en apariencia opuestos, que se funden para hacernos humanos, lo pragmático y lo hipotético. El viaje de lo físico a lo metafísico está en esa mirada absorta del artista.
Soy nieto de artesanos y siempre he sentido una fascinación enorme por el acto de convertir la naturaleza cruda en objeto, en instrumento, creo que no hay nada más humano… bueno, sí: elevarlo a la categoría de arte.
Una vez recortada la silueta, el artista golpea la pieza sobre el yunque para poder deformarla y arquearla sobre sí misma hasta cerrar una corona. Luego de unirla, dibuja con soldadura de plata los perfiles de los picos nevados, de las laderas heladas, de los glaciares agrietados y, finalmente, tras enriquecer la superficie con la belleza del óxido, apoya la pieza sobre el taco de roble que sostendrá la corona, simbolizando los bosques sobre los que se alza la montaña.
Iñigo une a su profundo sentido artístico, un gozoso sentido del humor. El año pasado, mientras hacía la corona, aquella vez representando las Montañas Rocosas, me envió esta foto. “No me mandes esto que igual lo publico”, le dije. “Para eso te lo envío”, fue su respuesta.
¡Pedazo de artista!
Las coronas son el trofeo que distingue al ganador de nuestro concurso internacional de fotografía de montaña, el CVCEPHOTO. En las tres primeras ediciones han viajado a la República Checa (Petr Piechowicz), a Canadá (Paul Bride) y a Suecia (David Wrangborg), el destino de esta última lo conoceremos el día 2 de junio.