El indigente

elindigente2

«El indigente» es un relato que escribí el año pasado y fue publicado como finalista en el concurso Cuentamontes de Elda-Petrer. Se trata de un cuento de misterio ambientado en la ruta normal del Everest por su vertiente Sur, tan de actualidad tras las fotos de la última primavera. «El indigente» ha sido publicado también en el último número de la revista Errimaia. La ilustración que encabeza este post la obtuve de la edición digital de La Vanguardia, y la acuarela del collado Sur la pinté para Errimaia representando un paisaje monocromo en blanco y negro, a tinta china, con el color de la acuarela concentrado únicamente en los objetos y residuos dejados por los montañeros. Es así como siento muchas veces la montaña: un lugar triste y apagado que soporta estoicamente los colorines de la horda humana. 

colsur

EL INDIGENTE

A Carles se le aceleró el corazón mientras leía el texto que encabezaba aquel artículo de La Vanguardia, ilustrado con dibujos explicativos que lo hipnotizaron: 

«Para subir al pico más alto del mundo hay que estar bien preparado física, psíquica y técnicamente. Una aventura que empieza con una semana y 40 kilómetros de trekking para llegar al campo base, en las faldas del Everest, puerta de acceso a la famosa cima por el Collado Sur. Después queda mes y medio de ascenso, lo más difícil, una auténtica prueba de resistencia que lleva los cuerpos al límite y, en ocasiones, a su final…» 

Fue en aquel vagón de metro, a la vuelta del trabajo entre Vall d’Hebron y Diagonal, donde empezó toda aquella locura. “Subir al cielo por el Collado Sur” era el título del artículo que le inoculó el veneno. Era fuerte, le gustaba la montaña, tenía el dinero y se sentía libre por primera vez en muchos años, tras la muerte de su padre. Los últimos  cuatro años, desde que quedó postrado en la cama como un guiñapo, habían sido un calvario. Cuidar de él fue un trabajo absorbente a pesar de las ayudas.

A Carmen no le hizo gracia: no compartía su afición por la aventura y además veía mal que gastara ese dineral en lo que para ella era un capricho inapropiado para un celador de hospital con contrato eventual. Inapropiado y peligroso. Llevaban dos años de relación y, tras agrias discusiones, para Carles la cosa se había convertido en un acto de autoafirmación: “si me quieres, me tienes que querer como soy, y el Everest va en el paquete”. 

Ahora, allí arriba, aquella afirmación le sonaba tan falsa y ridícula como realmente era. Añoraba su mirada cálida, la forma en la que le temblaban los labios cuando se emocionaba y esa manera sosegada que tenía de escucharlo mientras le hablaba. Llevaba un mes en la montaña y de repente, en aquellas cuarenta y ocho horas, su ausencia le resultaba insoportable. Tan insoportable como el frío que le había traspasado el cuerpo hacía horas agarrándose a sus entrañas y devorándolo poco a poco desde dentro. Tanto como el rugido de la ventisca, que sacudía la tienda hasta el punto de no saber si todavía seguía fijada al suelo o rodaba ladera abajo con él en el interior.

El viaje había empezado bien, justo al comenzar la marcha de aproximación, Carmen le había comunicado la gran noticia: estaba embarazada. Carles disfrutaba imaginando el abrazo del reencuentro, como disfrutaba de cada paso en la escalada, de cada mirada ante un panorama tantas veces imaginado, de cada bocanada del frío aire enrarecido con el que trataba de llenar sus pulmones. Sentado sobre un bloque de hielo contemplaba la agreste ladera del Pumori, el laberinto helado a sus pies y la magnitud colosal del Valle del Silencio, y se sentía dichoso.

Las cosas se empezaron a torcer después de que los primeros sherpas fijaran cuerda hasta el Collado Sur y empezaran a abastecerlo. Una tarde, mientras descansaba en el Campo II adormilado a la entrada de su tienda, se formó un gran tumulto junto a la tienda de los sherpas. Un grupo de seis de una empresa americana acababa de bajar del Collado Sur. Dos de ellos discutían acaloradamente con el shirdar de la expedición de Carles y otros tres nepalíes a los que él no conocía. Se los veía excitados, hablaban atropelladamente en su idioma, sobre todo los recién llegados, y no dejaban de hacer gestos señalando hacia el Collado Sur. El jefe trataba en vano de calmarlos. Luego se enteró del motivo de tanta agitación: el grupo había subido por segunda vez al campo IV, y habían descubierto que faltaban algunos víveres y encontraron dos de sus botellas de oxígeno vacías y tiradas sobre la nieve. Acusaban a una expedición británica de haber sustraído aquellos objetos.

Entre tanto, otro incidente vino a perturbar la actividad más o menos rutinaria de las expediciones. Se rumoreaba desde hacía días que un grupo pirata de rusos estaban tratando de abrir una nueva ruta en la imponente vertiente sur del Lhotse. O del Nuptse, no se sabía con certeza. Alguien había venido con el cuento y, por lo visto, era la comidilla entre los oficiales de enlace, shirdars y jefes de expedición. Se barajaban incluso los nombres de algunos alpinistas jóvenes de la élite rusa como Bazarov y Rustin. La noticia de la presencia de los ilegales se confirmó cuando una tarde, desde el campo III, se vio una cordada de tres alpinistas sobre la afilada cresta que une el Nuptse y el Lhotse, bastante lejos de la cima de este último. Durante todo el día siguiente los prismáticos los siguieron en su camino hacia la cumbre, mientras unas nubes amenazadoras evolucionaban a su alrededor en un baile tétrico. Luego la montaña se cubrió y empezó a nevar. Nada más se supo de aquellos montañeros, hasta que los primeros expedicionarios al Lhotse por el Collado Sur ascendieron a la cumbre. A mitad de camino, enredada la cuerda en unos bloques de roca, encontraron los cuerpos sin vida de dos de los montañeros, ni rastro del tercero, solo la cuerda seccionada por un corte limpio, como de cuchillo. Presumiblemente, ante la imposibilidad de una retirada por la ruta de ascenso, los tres montañeros optaron por descender por el Collado Sur tras hollar la cumbre, a pesar de la sanción que no iban a poder eludir bajando por aquella concurrida vertiente. No llegaron muy lejos. Los testigos confirmaron la identidad de los rusos, eran Bazarov y Shoigú. Faltaba el cuerpo del pelirrojo Rustin.

El accidente de los rusos se produjo cuatro días antes del incidente de los sherpas del que Carles dio cuenta en su diario, y que tuvo continuidad en disputas que se produjeron sin cesar en los días sucesivos en varios campamentos. Al parecer, las sustracciones se seguían produciendo en los campamentos del Collado Sur. Todo el mundo desconfiaba de todo el mundo y el ambiente empezaba a resultar cargante. Hasta que una terrible tormenta que duró dos días dio un giro inesperado a la situación.

Durante esos dos días no hubo actividad en la montaña, los distintos grupos quedaron bloqueados en los campamentos que ocupaban cuando se desencadenó la tempestad, esperando pacientes a que el tiempo mejorara. En el Collado Sur no había nadie: la treintena de tiendas allí montadas se agitaban deshabitadas y solitarias, cargadas con los víveres, el oxígeno y el material para hacer cumbre de las distintas expediciones. Sin embargo, los primeros en llegar confirmaron un nuevo saqueo durante esos dos días. No había explicación posible para la desaparición de aquellos objetos en el Collado Sur, uno de los parajes más desolados e inanimados del planeta. El rumor de una presencia extraña en aquel lugar empezó a correr de tienda en tienda, sobrevolando el ambiente como una señal de mal augurio.

Carles se disponía a emprender su asalto a la cumbre tras el anuncio de una ventana de buen tiempo que, previsiblemente, iba a durar setenta y dos horas, tiempo suficiente para materializar por fin aquel sueño largamente perseguido. Fue al atardecer cuando el sherpa que lo iba a acompañar lo invitó, con gesto preocupado, a la tienda grande:

We have a meeting, sir, riuníon, riuníon por information.

Aquella tarde había escuchado el alboroto de los sherpas, que discutían en tono acalorado, pero estaba ya acostumbrado y no prestó demasiada atención. En la tienda esperaban cuatro de sus sherpas y el shirdar, todos con caras serias y en silencio. Estaban también el italiano y el matrimonio portugués, miembros de su misma expedición. El shirdar fue el primero en hablar:

We have a problem, people say there is a ghost, uno fantasma, in the Camp IV and there are some sherpas who don’t want to go up. No sherpas por cumbre. I know that’s ridiculous, but we need to reorganize the groups. Poco sherpas, poco sherpas bravo, sherpas cobarde.

Uno de los sherpas protestó increpando a su jefe en su idioma y este montó en cólera, el griterío hizo intervenir al italiano pidiendo calma:

Please, be calm, be calm.

Dos de los sherpas se dirigieron a él y con voz alterada repetían:

Bhuta sir, bhuta, ghost camp four, ghost mangiare food, sir. No camp four, pericoloso sir, pericoloso camp four, bhuta.

El shirdar los hizo callar, o intentó hacerlos callar a gritos, hasta que finalmente los conminó a marcharse. Los dos que habían hablado y el sherpa que debía acompañar a Carles abandonaron la reunión. El shirdar les explicó que cambiarían el plan y que finalmente el otro sherpa, el más joven de ellos y que había permanecido en silencio durante la discusión, acompañaría a la pareja en su intento de cumbre y él mismo iría con el italiano y con Carles. Se despidieron con cara de circunstancias hasta la mañana siguiente. Comenzarían temprano la ascensión, ellos intentarían pasar de largo el Campo III y pernoctar en el Collado Sur, el matrimonio con Pemba, el sherpa joven, subiría a dormir en el III. Antes de acostarse, Ang, el sherpa de Carles, se acercó a él para disculparse con voz temblorosa:

I’m sorry sir Carles, I’m so sorry. Ghost bad luck, bad luck. No bueno, no bueno. 

No problem, Ang, no problem. —Carles le dio un abrazo de despedida.

This for you, sir. Suerte, it’s suerte, good luck. —Ang le ofreció una piedra perforada, un canto rodado blanco como la nieve que colgaba de un cordón de cuero anudado. Ang se la había quitado del cuello y se la trataba de colgar a Carles.

No, no, it’s yours, please. It’s yours.

Importante, sir, importante, please for you. It’s suerte for you, it’s suerte. Please. No más mío. For you suerte.

Fue tal el tono de súplica del sherpa que Carles tuvo que aceptar el presente y dejar que se lo colgara del cuello. Ahora, dentro de aquel saco helado a prácticamente ocho mil metros, cerraba el puño alrededor de aquella piedra mágica, pidiendo que la tempestad cesara y que Ang Pemba, su ángel de la guarda, reuniera el valor para olvidarse de supersticiones y subiera en su ayuda. Para que tuviera la oportunidad de abrazar de nuevo a Carmen y se le concediera el enorme privilegio de conocer a su hija. A veces el viento amainaba tomándose una tregua y entonces aguzaba el oído tratando de auscultar el silencio con la remota esperanza de escuchar a sus rescatadores. Era inútil, en su desvarío, solo creía escuchar música de ópera: los pasajes más encendidos del Rigoletto procedían de la tienda de al lado, a veces de alguna más distante, otras se perdían en la lejanía dando paso al ulular del viento, tras el asesinato de Gilda. En su estado alucinado creía ver entonces a un bufón jorobado de barbas greñudas entrar en su tienda para abrazarlo y darle el calor que le faltaba, el aliento que se le escapaba minuto a minuto.

Aquella piedra blanca lo acompañó hasta la cumbre ansiada del Everest, igual que la foto ajada que un día había sido en color, tomada junto a su padre en el chiringuito de su tía Marcela, en la Barceloneta. Él tendría siete años y todavía sentía aquella mano poderosa apoyada sobre su hombro. Aquel día fue especial: un paseo matutino junto a la playa un domingo de invierno en el que no tuvo que compartir a su padre con nadie, solos los dos, sin su madre, sin su hermano mayor, como dos amigos charlando de sus cosas sin injerencias. Carles sentía que aquella mañana había nacido entre ambos una complicidad que duró hasta el mismo día de su muerte.

El asalto a la cumbre comenzó bien. Tras pernoctar en su tienda del Campo IV, donde encontraron todo el material intacto, partieron los tres a las doce de una noche limpia y en calma, sin una nube. Utilizaron oxígeno por primera vez para dormir y luego durante el asalto a la cumbre. En mitad de la oscuridad un reguero tenue de luces los seguía, dibujando la línea marcada por las cuerdas fijas. Ensimismados, cada uno en su mundo, avanzaban lentamente apuntalando cada paso, conscientes de estar viviendo un momento único en sus vidas. El amanecer, llegando casi a la cima Sur, los saludó con unas nubes de fuego en el horizonte. Para cuando llegaron a esa cumbre accesoria, aquellas nubes, hacía un rato inofensivas y lejanas, empezaban a envolverles. Estaban en el Escalón Hillary cuando la vista se cerró de repente y una espesa niebla los envolvió. Fue ahí donde Carles tomó conciencia de aquel leve pitido, en realidad lo venía escuchando desde hacía rato. No sabía desde hacía cuánto, un siseo como el de una espita de gas mal cerrada lo acompañaba. De pronto, como si fuera una revelación, se dio cuenta de la gravedad del síntoma: su botella de oxígeno perdía aire, ese aire que lo mantenía en una atmósfera ficticia y relativamente confortable. Luego los acontecimientos se precipitaron y todo fue de mal en peor. Justo en la cima Carles se empezó a sentir mal, el jadeo y la sensación de cansancio propios de la ascensión, agotadora dentro de lo previsible, se convirtieron en una sensación de enfermedad crítica. Se ahogaba, no podía dar dos pasos y empezaba a sentir un frío paralizante. Habían comenzado ya el descenso tras una cima que fue más un trámite que otra cosa. Cuando llegaron arriba envueltos en la niebla, el shirdar había gritado:

The summit, we are on the summit! 

Pues vale, pensó Carles. The summit, por fin es hora de bajar. El italiano hizo una foto y se abrazaron los tres antes de empezar el descenso dejando atrás aquel anodino montículo de nieve, repleto de banderines y objetos depositados en mitad de la nada. Quizá podía haber pensado en lo paradójico de haber pasado toda una vida imaginando este momento para sentir, finalmente, que era el último lugar en el que quería estar, que daría cualquier cosa por estar lejos de allí. Pero Carles no podía hilar pensamientos tan sofisticados. Todo lo que podía pensar era en cómo seguir vivo para poder dar un paso detrás de otro.

Avanzaba muy despacio, aterido de frío y completamente agotado, ayudado por sus dos compañeros. El regreso hasta la Cumbre Sur les llevó varias horas. Fue allí donde trazaron el nuevo plan: el shirdar le pasó a Carles su única botella de oxígeno con la esperanza de progresar algo más rápido, él era un hombre curtido, mucho mejor adaptado a este tipo de situaciones, no en vano aquella era su octava ocasión en la cima del Everest. El italiano seguiría por delante y pediría ayuda para que alguien saliera al encuentro de Carles y el sherpa con botellas de oxígeno, al ritmo que iban, el poco oxígeno que quedaba en la única botella que tenían no duraría, ni de lejos, hasta el Collado Sur. Allí se separaron, justo cuando empezó a nevar.

Carles intentaba ordenar en su mente la cadena de acontecimientos posteriores mientras tiritaba de frío en la tienda del Campo IV, con el amuleto que le había dado Ang como última esperanza para sobrevivir en aquel maldito lugar. Primero empezó a nevar pausadamente, como a cámara lenta, los enormes copos de nieve flotaban en el aire perezosos y, a su alrededor, una espesa cortina de nieve blanca los envolvía, mucho más impenetrable que la propia niebla. Hacía rato que el oxígeno se había agotado y avanzaban tomándose descansos cada vez más largos. Estuvieron un rato sentados mientras oscurecía y, cuando Carles quiso ponerse en marcha, se percató de que estaba solo, ni rastro del sherpa. Bajó arrastrándose sin rumbo, perdida la línea de cuerdas y preguntándose dónde estaban el resto de compañeros. Hacía rato que el viento había empezado a arreciar cuando dio un traspiés y cayó rodando durante un tiempo que le pareció una eternidad, resignado a todo y consciente de que había llegado su final. Se detuvo. Perdió la lámpara frontal en la caída y también el guante derecho, pero podía moverse. Sentía un dolor intenso en el costado. Se puso en pie y se dio cuenta de que el terreno no era empinado, pensó que quizá estaba cerca del campo IV. Caminó a ciegas durante media hora tal vez, hasta que chocó con algo metálico, era una botella vacía, un poco más adelante, abriéndose paso entre la basura desperdigada, palpó algo elástico, buscó a tientas la entrada de la tienda y se coló dentro para acomodarse en el interior de un saco de dormir.

El lento transcurrir de las horas terminó por convencerlo de la cruda realidad, estaba solo en aquel páramo helado a ocho mil metros, rodeado de despojos, de tiendas vacías, de un viento huracanado y de un aire corrompido que le iba carcomiendo la salud según lo respiraba. Ni rastro de sus compañeros o de otros posibles montañeros. Se quitó la piedra blanca del cuello y la apretó en su mano izquierda, la única que sentía. Llevaba muchas horas sin beber, sin comer y casi se podía decir que sin respirar. Seguro que había comida en las otras tiendas y oxígeno y gas para derretir nieve, pero no podía moverse. Estaba allí exhausto dentro del saco, inmovilizado dentro de aquel ataúd de pluma y entre andanada y andanada de aquel vendaval rugiente, oía música de ópera. 

De pronto oyó toser. Una tos seca y repetida, de garganta irritada. Sonaba cerca, muy cerca. Intentó gritar, pero casi no le quedaban fuerzas:

—¡Ey, aquí. Por favor! ¡Please, here, help me, help me! ¡Ayuda, por favor!

Su voz apenas traspasaba la delgada lona de su habitáculo. A pesar de ello, la tos se detuvo y una voz salvadora le respondió:

Where are you! Where are you!

—Here, I’m here! Inside the tent, the yellow one!

Al instante escuchó el crujido de la cremallera al abrirse y un remolino de nieve invadió el interior de la tienda. Con él, una figura humana embutida en una montaña de ropa llena de escarcha entró de espaldas, cerró el acceso y se volvió hacia él.

What are you doing here?

Carles era incapaz de contestar. Había consumido sus últimas fuerzas pidiendo ayuda.

El gigantón que acababa de entrar en su tienda en cuclillas se quitó la capucha y el gorro, dejando al descubierto un rostro familiar. No era otro que el del bufón jorobado de larga barba pelirroja que lo visitaba en sus sueños delirantes.

You are sick, very sick. 

El visitante se puso la capucha y desapareció. Sumido en el delirio de la altitud y el agotamiento, lo vio desvanecerse como un fantasma dejando de nuevo a Carles a solas con aquel rugir del viento que entonaba melodías de ópera, en el umbral de la muerte.

Al rato volvió a entrar con una mochila y una botella de oxígeno. Sin mediar palabra, se arrodilló junto a él, le puso la máscara y abrió la válvula. Mientras el oxígeno vivificante se abría paso hacia sus pulmones, encendió un hornillo y comenzó a derretir nieve. Luego se abrió varias cremalleras y se tumbó al lado de Carles abrazándolo de tal forma que sintió el calor de su cuerpo envolviéndolo. Fue como el despertar de una espantosa pesadilla. El hombre pelirrojo de barbas greñudas no dejaba de hablar en un idioma incomprensible para Carles, mientras se reía y le palmoteaba, a veces los hombros, a veces la espalda o las piernas. Todo su cuerpo exhalaba un vaho benefactor que invadió la atmósfera del pequeño habitáculo congelándose sobre el techo en forma de diminutos carámbanos. A medida que el oxígeno iba llegando a todos los rincones de su maltrecho cuerpo, Carles se sentía revivir. Aquel frío atroz que lo había tenido acartonado durante dos días empezó a ceder. El hombre pelirrojo le dio luego de beber, primero agua tibia en pequeños tragos, luego té azucarado, luego un caldo salado. Bebió con dificultad, entre vómitos, pero bebió. Carles no se hacía una idea exacta del tiempo transcurrido, pero pasaron así muchas horas; el hombre le preparaba de beber y él se lo tomaba, o trataba de tomárselo todo, a poquitos, alternando la bebida con la respiración reconstituyente de la botella. Luego se durmió. Fue el sueño más placentero que se pueda imaginar y soñó que paseaba por la orilla de un lago rodeado de rododendros y pinos negros, al pie de montañas de oscuro granito manchadas de algunos neveros. Caminaba despacio con Carmen y una niña los acompañaba tirando piedras redondas, blancas como la nieve, al lago de aguas cristalinas. Sintió una sensación de plenitud, como si en aquellas breves escenas en torno al lago hubiese vivido toda una vida. La niña se volvió de pronto y le dijo “No olvides tu piedra, papá”. Luego empezó a pegarle puñetazos entre llantos y gritos desesperados, él intentó zafarse y en la lucha, abrió los ojos.

Allí estaba el gigantón pelirrojo tratando de calmarlo.

Be calm, be calm. All it’s OK. Be calm. We’ll go down. It’s dawned. The weather is very bad, but you need to descend. You can’t stay here more time.

La perspectiva de abandonar el relativo confort de la tienda le resultaba espantosa pero, por otro lado, aquel hombre con aspecto de indigente no dejaba de inspirarle confianza. Alguien capaz de moverse con esa familiaridad por aquel lugar desolado, en aquellas condiciones inhumanas, debía de tener un criterio fiable sobre cómo actuar, así que se puso en sus manos.

El hombre había traído ropa y botellas de oxígeno para el viaje al Campo III. Tras ayudarle a vestirse y ponerle los crampones, lo ató a su cuerda y comenzaron el descenso. Carles iba dando tumbos con su asegurador detrás, a poca distancia. Fue un viaje interminable entre la niebla, desenterrando las cuerdas fijas mientras el viento jugaba a aplastarlos contra la ladera o lanzarlos sin contemplaciones al abismo. Hasta que en un traspiés, pasado el Espolón de los Ginebrinos, Carles salió volando y arrastró a su compañero, durante la caída le dio tiempo a darse cuenta de pronto, de que no tenía la piedra blanca, la había dejado arriba, olvidada en la tienda. Se sintió desamparado rodando ladera abajo sin su amuleto hasta que algo se enredó en uno de sus pies, notó la tensión de la cuerda y un dolor atroz en la rodilla, al tiempo que el movimiento cesó. Continuaron a duras penas, con la rodilla de Carles maltrecha, perdiendo el camino a ratos y volviendo atrás. Hubo nuevas caídas en las bandas amarillas pero su compañero, atento, lo detuvo siempre antes de coger velocidad. Por suerte, la propia nieve hasta la cintura los retenía en su descenso por la empinada pared del Lhotse hasta que, finalmente, cuando la luz de la tarde comenzaba a decaer, vieron a escasos metros las tiendas en formación del Campo III, acurrucadas allí, en aquella rugosidad de la ladera y semienterradas en la nieve. Se oyeron voces provenientes de alguna de las tiendas. Entonces el hombre se detuvo y le dijo:

OK guy, this is your destination.

Se acercó a Carles, le soltó el nudo de la cuerda y lo envolvió en un abrazo poderoso.

—Good luck my friend.

Aquello que parecía una despedida desconcertó a Carles, que iba a replicar algo cuando el pelirrojo sonrió y, quitándole la máscara de la cara, selló sus labios con el índice, en gesto de pedir silencio.

Now, I’m turning back and you´ll ask for help. It’s the best.

But, you… —El hombre volvió a hacer el gesto con el dedo—. At least, tell me your name.

I no longer have a name. I’m the homeless of the mountains. —Y se volvió sin dejar opción a réplica.

El indigente de las montañas, como él mismo se había hecho llamar, desapareció ladera arriba y su figura se diluyó en la niebla fría de aquel atardecer. Carles se quedó allí, perplejo, mirando a la nada, tratando de escrutar la blancura ciega que lo rodeaba, hasta que tomó conciencia de su soledad, de que estaba oscureciendo y de que debía gritar para pedir ayuda…

El 19 de mayo de 2011, Carles Verdaguer, montañero catalán al que se daba por muerto en el Everest, apareció con vida en el Campo III después de realizar un increíble descenso en solitario, en mitad de la tormenta, desde el Collado Sur, donde había pasado dos noches, solo y en condiciones precarias, tras bajar de la cumbre. Formaba parte de una expedición comercial internacional y el 16 de mayo había alcanzado la cumbre del Everest en compañía del italiano Enzo Ferrari y el nepalí Tenzing Temba, ambos desaparecidos en el descenso. Fueron víctimas de un empeoramiento brusco e imprevisto del tiempo. El resto de expediciones que ese día intentaron la cumbre iban más retrasadas y tuvieron tiempo de retirarse hasta el Campo III, a la espera de que las condiciones mejoraran. Al anochecer del día 19 escucharon gritos en medio de la ventisca y ayudaron a Verdaguer a llegar hasta una de las tiendas. Se hallaba deshidratado, completamente extenuado, con una lesión grave en la rodilla derecha y el brazo derecho congelado hasta el codo, además de otras congelaciones graves en cara y pies. Pese a los esfuerzos del médico de una expedición australiana y varios compañeros que cuidaron de él, falleció unas horas después, antes de que el tiempo mejorara y tuvieran oportunidad de evacuarlo. Pasó esas últimas horas presa del delirio: creía que un experto montañero lo había ayudado a bajar del Collado Sur y luego había vuelto a subir.

83133A9A-0AAE-4A57-989C-E99959A84C8DEsa primavera hubo otras cuatro víctimas mortales en el Everest: un escalador francés, Guy de Maupassant, resbaló en el hielo en la pared del Lhotse sufriendo una caída mortal. Por otro lado, una potente cordada de escaladores rusos, Alexey Bazarov, Sergey Shoygú y Vladimir Rustin, sufrieron una caída en el descenso de la vía normal del Lhotse, después de realizar una de las más intrépidas ascensiones por su vertiente sur hasta la cresta Nuptse-Lhotse, que recorrieron íntegramente. Se da la circunstancia de que realizaron dicha ascensión ilegalmente, con un permiso para ascender solamente al Nuptse. Bazarov y Shoygú fallecieron cerca de la cumbre, el tercero, Rustin, desapareció sin dejar rastro, se especula que moriría tratando de llegar al Collado Sur. A la vía que abrieron, la línea más difícil y expuesta del macizo, se le llamó en su honor The Pirates Line.

 

Esta entrada fue publicada en Uncategorized. Guarda el enlace permanente.

2 respuestas a El indigente

  1. Vicente dijo:

    Un relato magnífico. Muchas felicidades, he disfrutado (y sufrido) leyéndolo.

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s