La mañana de Año Nuevo me animé a subir al Adarra, como es costumbre entre los montañeros de la comarca. No demasiado temprano. A juicio de la mayoría, muy tarde… para mí, a la hora normal después de acostarme a deshoras. Me acompañó Filo, un poco alterada ante la cantidad de gente que nos cruzábamos.
Subimos desde Besabi por Belabieta, la ruta más transitada, y tras hacer cumbre en un día que parecía de primavera, bajé hacia el otro lado, hacia Aballarri. He recorrido cientos de veces esa empinada ladera, bajo todas las condiciones imaginables, y he contemplado siempre con deleite el amplio panorama, sobre todo el que se extiende hacia la vega alta del Urumea, un paisaje salvaje y deshabitado, tan próximo a la urbe y a la vez tan distante.
Es increíble que en un paisaje tan familiar, de pronto una imagen te sorprenda. Como un descubrimiento inesperado. Me ha pasado otras veces, bajo la niebla que enmascara los relieves, bajo las luces cálidas que despliegan su fantasía en los atardeceres de otoño, o cuando la granizada, o alguna copiosa nevada, transforman el paisaje. Pero ese día era un día claro de lo más normal, que reproducía exactamente la imagen mental que yo tengo del lugar, grabada en la memoria con bastante detalle a lo largo de los años. Y, sin embargo, al pasar junto al cromlech de Elurzulo, dejándome arrastrar al trote pendiente abajo, una escena me asaltó repentinamente, concentrando mi atención. Me detuve, incluso di unos pasos hacia atrás para contemplarla con calma. Sobre el pequeño montículo en el centro de la formación megalítica, tres montañeros charlaban observando las piedras alineadas en círculo, tras ellos unos árboles decadentes y mustios, de aspecto fantasmal, enmarcaban el Urdaburu, dominando el centro de la escena, con Peñas de Aia cerrando el horizonte.
Hace unos meses la televisión local me invitó a hablar de los montes de la ciudad de San Sebastián, el programa sacó las cámaras a la calle y os aseguro que nadie se imaginaba que el Urdaburu pudiera ser el monte más alto de nuestro término municipal, incluso muchos montañeros de nuestro club desconocían este dato, pero hay una finca sobre la ladera sur de este monte que es territorio donostiarra.
El Urdaburu es un monte de solo 599 metros y el mugarri que delimita las lindes entre San Sebastián, Rentería y Hernani está en la cima, a escasos cinco metros del vértice geodésico. He subido infinidad de veces a esa cima, muchas de ellas en compañía de mi padre. Hace unos días, durante las vacaciones navideñas, lo subí con mi hijo. No es la primera vez que lo subimos juntos, aunque él no recuerda las anteriores, probablemente porque era demasiado pequeño. El terreno hoy, como se aprecia en el dibujo, es boscoso alrededor de la pequeña pirámide de la cumbre y parece desnudo de arbolado en toda la vertiente que mira hacia el Adarra. Se está haciendo un gran trabajo de repoblación en toda esa zona, donde se han plantado especies autóctonas, sobre todo hayas, donde hace unos años había pinos. Son todavía ejemplares jóvenes pero, seguramente, cuando Manu suba al Urdaburu con su hijo, dentro de unos cuantos años, podrá disfrutar de un paisaje completamente distinto al que yo veía en compañía de mi padre y que se acercará mucho más al que conoció mi abuelo, que pasó buena parte de su juventud precisamente por estos lares. En medio, la gran demanda de madera a mediados del siglo pasado, para nutrir a la industria papelera, sustituyó el bosque autóctono por grandes pinares. Las cosas van y vienen, y en el camino nos hacen ser lo que somos. Siendo nieto de papeleros, quizá no es justo que hable en contra del insignis, por mucho que prefiera la frondosidad de un buen hayedo y sus suelos de aterciopelado musgo, el sonido de mis pasos sobre la hojarasca o agacharme por debajo del helecho para recordar aquel universo infantil encapsulado bajo el verde de sus hojas de filigrana. La verdad es que incluso añoro un poco el olor agrio de la cocción de la pasta de papel que invadía la atmósfera y el sonido del tutu marcando el relevo de los operarios en la Hernani de mi niñez. Ahora todo es más limpio, el Urumea ha dejado de ser una arteria venenosa cubierta de un metro de espuma marrón, las carreteras principales esquivan los núcleos urbanos haciéndolos habitables y algunos pinares desaparecen para devolver a los montes la majestad de sus bosques seculares.
Decidí dibujar este pequeño paisaje porque me enamoró la visión de esta discreta cima dominando un entorno con lugares tan especiales como Artikutza, el embalse del Añarbe o Landarbaso y el parque natural de Aiako Harria, con montes modestos en altitud, pero que esconden rincones magníficos que forman parte de mis recuerdos.
(Hacía años que no usaba el lápiz Conté y el difumino, y he disfrutado un montón al retomarlos, es un medio que me resulta muy dúctil y amable para definir con distintos grados de detalle en función del plano. Además del sepia, he reforzado algunos blancos con lápiz blanco.)
Marrazki bikaina eta kontakizun ederra, Rafa. Mendian, leku ezagun-ezagunek ere beti harritzen gaituzte zerbaitekin, nahiz «etxeko» lekuak izan.