El chaval de dieciséis años que cruzaba el Puente de Santiago tratando de disimular el caminar ortopédico al que le obligaban sus flamantes botas de alta montaña, nunca hubiese imaginado que aquellas Galibier Super Guide de cuero reluciente, que bloqueaban sus tobillos, fueran a terminar en un museo. Ni yo tampoco.
Las había comprado minutos antes en Iraola Sport, la tienda de Hendaya cuyo fascinante escaparate reunía los tesoros más codiciados por los aficionados a la montaña que teníamos la suerte de vivir a solo treinta minutos en “Topo” de la frontera con un paraíso de libertad inimaginable. Pero una frontera es una frontera… entonces como ahora. La barrera que separa los sueños de la realidad; lo ansiado de lo aborrecido; la libertad de sentir y expresar, del castigo de disimular y ocultar. Eran los años setenta y los españoles acudíamos a Francia a empaparnos, entre el paquete de Gitanes y el tacto frío y virginal de la Nikon F1, de una atmósfera que percibíamos diferente, a llenar nuestros pulmones ávidos de aquel aire vivificante, libre del tufo apostólico que inundaba el pensamiento de temores y pecado. Mi hermano compraba allí los libros de aquel señor de barbas blancas y aire pensativo y los discos de Paco Ibañez y de Imanol que había que esconder bajo el escay de los asientos del coche, justo donde se sentaba el aitona Paulino, el miembro de aspecto más respetable de la familia. Durante las décadas siguientes la frontera siguió existiendo, pero el trasiego de mercancías se fue frivolizando, descubrimos que el Gitanes en realidad era una mierda de tabaco y traíamos cantidades ingentes de Camembert, yogures y foie gras. Hoy, los procesos osmóticos de la globalización han hecho que la atmósfera sea igual de brillante (o igual de turbia) a un lado como a otro de esa frontera permeable. Las barreras infranqueables se han desplazado a otros lugares.
El motivo de que el chaval cruzara el puente internacional con aquellos andares, como de C3-po en la Guerra de las Galaxias, era la pretensión de cobrar el descuento a la exportación en la aduana francesa, al inicio del puente, para declarar cien metros más adelante, en la aduana española, que no tenía “nada que declarar”, y ahorrarse el correspondiente impuesto. El crío, en su ingenuidad, creía que el policía nacional no habría advertido lo tosco de su calzado en aquella mañana primaveral de manga corta y alpargatas.
El otro día Manolo Maestre, alma mater del concurso Cuentamontes, me llama por teléfono y me dice que se le ha ocurrido la peregrina idea de que mis botas, unas botas, no precisamente “esas” (de las que él no tiene noticia, obviamente), formen parte de la Colección Cuentamontes del Museo del calzado de Elda, y que va a compartir la propuesta con el resto de los organizadores, que me llama en unos días. Le pregunto qué pintan mis botas en un museo y él argumenta su versión sobre el asunto. Cuando cuelgo, pienso que es un disparate. Pero entonces recuerdo la célebre frase de Herzog, y pienso en el tiempo transcurrido desde aquel cruce de frontera, ilusionado y nervioso, con mis Galibier recién compradas y la cabeza llena de sueños montañeros. Han sido cuarenta y cinco años en los que no he subido muy alto, pero he sentido, y sigo haciéndolo, con una intensidad profunda que no ha decaído con el tiempo. Al contrario, creo que se ha ido acrecentando. Si es verdad que “No es más quien más alto sube, sino quien, influido por la belleza que lo rodea, más intensamente siente”, puede que mis botas merezcan compartir un hueco allí sin que me sonroje.
Estas Galibier no tuvieron un recorrido muy largo, aunque les saqué chispas durante varias temporadas. Las recuerdo escalando en la Crabioules-Lezat o el Spijeoles, en la cima del Dom de Mischabel o en numerosas cumbres invernales del Pirineo. Luego, de repente, todo se detuvo y durante unos años las altas cimas solo me traían recuerdos tristes y ausencias. Entonces no lo sabía, pero pasé mucho tiempo curando heridas mientras bajaba la vista mirando solo a mis montes próximos y amables, lejos de esos paisajes inertes, ajenos al dolor, implacables.
Cuando volví a llenar de ilusiones ese paisaje vacío, las Galibier de cuero eran una reliquia y fueron a parar al trastero; el piolet, un Charlet-Moser Super Conta, con su precioso mango de madera de fresno, lo colgué en la pared desde la que me acompaña, y me compré unos metálicos; los crampones de correas Desmaison-Laprade, que entonces eran lo más de lo más, todavía los uso según con qué botas y rinden estupendamente. Pero las Galibier, reconozco que estuve a punto de tirarlas. Cada vez que lo pensaba, un adolescente de tez pálida, requemada por el sol, me tocaba el hombro, al volverme, veía su mirada suplicante: “no lo hagas”… y volvía a dejarlas en la balda. Creo que ahora puedes dejar de preocuparte, chaval.
Respecto a este cartel, tengo que decir que no me siento «alpinista», sino «montañero» y, en todo caso, eso sí, «pirineista». Respecto a lo de ser escritor, bueno… digamos que escribo.
Cómo que intrascendente 😉
Este sábado casi saco a pasear mis Kamet, copia de esas Galibier, junto al Gabarrou «heredado» de Mari Ábrego.