Fue un atardecer de primeros de septiembre. El Valle había recuperado la calma tras la estación vacacional y, aunque el tiempo seguía siendo bueno y las mañanas luminosas, había un aroma otoñal en el ambiente, un preaviso que anticipaba la melancolía de los días venideros.
Una niebla densa cubría la cabecera del valle de Astún cuando aparqué el coche, colándose desde el otro lado de la frontera para derramar su sustancia desde los collados. Atacamos a ciegas las laderas del Malacara, Filomena siguiendo mis pasos encantada. Yo tenía la esperanza de que en algún momento asomaríamos a la luz que se intuía allí arriba, para disfrutar del mar de nubes a nuestros pies. Mi plan era sentarme sobre una roca y esperar a que el frío del ocaso ahuyentara aquellas nubes valle abajo, despejando ante mí el panorama. El plan de Filo, tumbarse junto a la piedra sobre la que me sentara yo, supongo…
Y eso hicimos. El lugar elegido fue el pequeño ibón en la ladera norte del pico Canal Roya, cerca de la cima. Cuando llegamos, el blanco lechoso cegaba la vista y por un momento pensé que no había sido buena idea subir hasta allí. Nos acomodamos en el lugar, me abrigué y saqué una manzana de la mochila. Al poco, el velo que obstaculizaba la vista empezó a caer, dejando ver la cima del Grand Pic, luego la del Petit Pic y, como un amante que se desvistiera insinuante, mostrando a ratos, ocultándose luego con fingido recato, toda la formidable estructura del Midi d’Ossau fue quedando a la vista ante nosotros. Poco a poco, prolongando el deleite del momento. A Filo parecía no importarle, pero yo disfruté arrobado y creo que el gran pedrusco advirtió mi emoción al contemplarlo, porque se sonrojó. La Luz del atardecer tiñó de tonos cálidos sus paredes, al tiempo que desde el valle una corriente de aire succionaba las nubes para tragárselas.
Estuve allí, embobado, hasta que la luz cayó finalmente y el Midi pasó a ser una presencia oscura, apenas intuida, y el firmamento se llenó de estrellas. Encendí la frontal y descendimos, yo apenado de no haber previsto un vivac placentero en aquel lugar, Filo encantada de nuevo, esta vez pensando en su cena.
Han pasado un par de años y ahora, en mi confinamiento, rememoro aquel momento y, como un amante entregado, vuelvo a explorar, pincelada a pincelada, los recovecos de la seductora anatomía de esa montaña. Grande. Bella. Poderosa.
Habrá otros momentos.
Que bonito Rafa!!