(Relato galardonado con el «Premio Daniel Esteve» en el concurso Cuentamontes 2019).
Ahora ya, pasado todo, tumbado sobre este mullido lecho y ajeno a vuestras tribulaciones cotidianas, desde la distancia que proporciona la barrera más infranqueable, puedo hacer un relato más o menos ordenado, hasta donde me alcanza la memoria, de aquel acontecimiento tan breve como intenso y determinante para todos. De los detalles objetivos y externos apenas hablaré, tampoco mencionaré los acontecimientos previos que me llevaron a aquella situación, los conocéis de sobra, amigos míos y destinatarios de esta carta. Hablaré únicamente de aquello que viví en soledad, sin compartirlo con ninguno de vosotros a partir del momento en que las circunstancias, absolutamente fortuitas, nos separaron. Puedo hacerlo ahora, pasado el tiempo suficiente y dueño de mi situación, bajo este parapeto invulnerable a las emociones.
Lo narro en tiempo presente, tal como lo viví en aquel momento, tal como lo sentí durante la vorágine de sentimientos desordenados que finalmente desembocaron en la calma que me envuelve, como las aguas desbocadas de un torrente de montaña que se encuentran súbitamente en la calma de un lago de aguas quietas.
Como digo, para mí, hoy, las emociones son cosa del pasado.
Vengo de un lugar sin coordenadas en el que el silencio tenía un eco poderoso que me mecía al vaivén de un péndulo invisible y lo impregnaba todo, penetrando incluso bajo la piel, adentrándose en mi cuerpo para convertirlo en una cosa diferente al lugar en el que habitaba.
Vengo de ese país silencioso al otro lado y un golpe en la cadera, como un pellizco, me ha despertado. Luego otro un poco más arriba, justo sobre el esternón.
Trato de abrir los ojos…
Y de pronto recuerdo. Fue hace mucho tiempo. Rescatada de las sombras más profundas de la memoria, aflora ahora a la superficie aquella sensación olvidada de constreñimiento, de sentirme atrapado en un habitáculo estrecho que había identificado siempre como mi propio cuerpo; cuando la placidez sentida hasta entonces, aquella sensación de flotar ingrávido, el vaivén sensual, habían desaparecido y por primera vez en mi vida sentía fronteras; cuando las paredes se convirtieron en un enemigo hostil que coartaba mis movimientos y me empujaba a adoptar posturas incómodas.
El péndulo se fue acelerando y, un día, el universo comenzó a agitarse hasta convulsionar.
En aquel paroxismo, el dolor, el frío, la extrañeza, cobraron forma hasta materializarse en un sentimiento nuevo: el miedo. Y con él vino la luz, arañando con estridencia el cobijo acogedor en la penumbra hasta desgarrarlo por completo. Y las voces, aquellos sonidos familiares que me habían acompañado amortiguados tras el filtro espeso de la oscuridad, como un ronroneo lejano y apaciguador, eran ahora gritos hirientes que me sacudían con la fuerza de un seísmo.
Y aprendí a respirar…
Ahora oigo también voces, o quizá las sueño, no lo sé. Lejanas. Amortiguadas. Mientras algo sigue golpeando levemente mi cuerpo, como una llamada de atención impertinente con el dedo.
Quiero quedarme allí. No quiero vivir de nuevo aquel trance doloroso de aprender a respirar, cuando el llanto surgió con toda la fuerza de mis pulmones como expresión primera de dolor. Una queja nacida en un mundo nuevo. Un sonido desconocido que surgía de mi interior, brotando sin embargo con vida propia, constatación de un estado alienado en el que algo ajeno a mí, era a la vez yo mismo.
Me resisto. No quiero nacer otra vez. Quiero volver al otro lado, ese en el que el péndulo, poco a poco, ha ido ralentizando su oscilación hasta detenerse. De un pulso frenético gobernado por el caos, en el que he luchado tratando de gritar, braceando desesperado por escapar, hasta la quietud absoluta. Entonces el silencio se ha convertido en materia sólida, como una colada de lava que se enfría hasta detenerse… y te envuelve.
He sentido miedo, ese miedo que me ha acompañado siempre, acechando desde aquel día lejano de mi nacimiento para recordarme que estoy en un lugar hostil, que soy vulnerable. He sentido pánico, un miedo amplificado por el sonido de un coro de mil gargantas que gritaran aterrorizadas, mientras era vapuleado sin piedad por una fuerza infinitamente superior ante la que todos mis esfuerzos por resistirme han sido inútiles. De pronto todo se ha detenido y he tenido ese pensamiento estúpido: “ahora abre los ojos y levántate de la cama”.
Pero no, estaba allí inmóvil, sin terminar de comprender el significado de esa opresión en el pecho que no me permitía respirar, sin entender por qué mis ojos abiertos no podían ver, por qué no podía incorporarme o mover un brazo, ni siquiera una mano. Aturdido, desorientado, trataba de expandir mis pulmones, hacerles un hueco.
Hasta que me he hecho cargo de la situación: zafarse era imposible, toda lucha resultaba inútil, todo esfuerzo baldío. No solo eso, el afán por liberarme desencadenaba la maquinaria del miedo, acelerándola hasta hacerla ingobernable para transportarme a un territorio rayano en la locura. La pasividad era la única estrategia.
Luego he dejado de sentir los brazos, después las piernas, como si mi percepción sensitiva del propio cuerpo se contrajera a cada instante, refugiándose en un núcleo primordial cada vez más reducido. El frío inicial ha remitido y, a partir de cierto momento, diría que habitaba un lugar confortable. Entonces he comenzado a sentir esa sensación de bienestar, mientras el péndulo me mecía suavemente.Liviano, casi ingrávido, me acunaba aminorando la marcha mientras una somnolencia despreocupada se apoderaba de mí en ese lugar silencioso y oscuro.
Hasta que ha llegado la luz para rememorar aquel momento lejano y doloroso, arañando nuevamente el refugio acogedor en la penumbra hasta desgarrarlo por completo. Y las voces, los sonidos familiares que me han acompañado amortiguados tras el filtro espeso de la oscuridad, se han convertido otra vez en gritos hirientes que me sacuden con la fuerza de un seísmo.
-¡Está aquí, está aquí! ¡Ayúdame a desenterrarlo!
-¡Está inconsciente!
-¡No respira, creo que no respira! ¡Hay que sacarlo del todo, ayúdame! ¡Quita la nieve de las piernas!
-¡Cuidado con la pala!
-¡Vosotros, venid aquí, hay que sacarlo cuanto antes!
-¡Tiene pulso!
-¿Seguro?
-¡Mierda!, ¡no lo sé, creo que sí!
-¡Seguid escarbando, joder, hay que sacarlo del todo!
-¡Tiene la boca llena de nieve!, ¡y la nariz!
-¡Déjame, me he quitado los guantes, lo limpio yo!
Como hace cuarenta y un años, dos meses y veinte días, mi cuerpo ha tratado de aprender de nuevo a respirar. Borracho de adrenalina, ha luchado contra el dolor, contra el frío, contra aquel miedo atroz que atenazaba su garganta. Alguien dentro de mí luchaba para volver de aquel lugar lejano y confortable en el que me había instalado. Pero el movimiento del péndulo me alejaba de él en cada oscilación y yo lo veía cada vez más distante, más pequeño, empeñado en una lucha patética sin sentido.
-¡Está vivo! ¡Está vivo!
-¡Joder, estás vivo, cabrón!
Tosía, jadeaba, vomitaba, con el dolor de mil cuchillos clavados en sus sienes, tratando de volver al otro lado, y yo lo contemplaba desde el vértigo placentero de mi movimiento y, por un momento, he creído sentir el sabor salado de las lágrimas que corrían por sus mejillas fuera de mi gobierno, como si yo no fuera yo, como si aquello que yace ahora en el suelo, en mitad de la superficie deslumbrante de la avalancha, bajo las moles de granito refulgiendo al sol, rodeado de amigos exhaustos, arrodillados en círculo, fuera un títere gobernado por los hilos invisibles de otra voluntad.
-¡Vamos, vamos, ha dejado de respirar!
-¡Joder, no tiene pulso, no tiene pulso!
-¡Mierda!, ¡masajea, joder, masajea!, ¡no pares!
Un zumbido lejano, apenas un murmullo al principio, se suma a esta ceremonia de confusión, de carreras sin sentido, de frases entrecortadas y de gritos. Como un coro sordo y distante, surgido del fondo de un océano dormido, eleva el tono hasta rugir con la fuerza de una tempestad, envolviéndolo todo.
-¡El helicóptero!, ¡por fin, el helicóptero!
Una tempestad que aviva las esperanzas, como un último rescoldo aventado antes de apagarse tras el fulgor postrero. Mientras, el péndulo me aleja en su lento balanceo, indiferente y ajeno, sumido en este sopor placentero.
Ha transcurrido el tiempo suficiente para ordenar mis recuerdos, y desde mi oscuro habitáculo, acunado ahora por el movimiento de vuestros pasos, os escribo para agradecer aquel esfuerzo solidario.
El péndulo me mece por última vez sobre vuestros hombros. Luego, el golpe hueco que precede al silencio definitivo, nos alejará para siempre…