La caja de ébano

(Premio Daniel Esteve. Cuentamontes 2019)

Se giró con la convicción de que alguien lo estaba observando. Llevaba rato paleando y le dolía la espalda, pero no había hecho todavía ni la mitad de aquella tarea tan agotadora como poco productiva. Últimamente le había dado por pensar que quizá había aceptado el trabajo bajo una idea equivocada, una idea romántica y equivocada de lo que podía ser pasar varios meses prácticamente solo, totalmente aislado del mundo si no fuera por el frágil cordón umbilical de una achacosa emisora de radio. Hacerse cargo durante el invierno del pequeño refugio de Lauralet, una simple cabaña con paredes de piedra y un tejado de pizarra a dos aguas, cuyo desván albergaba la habitación para no más de una docena de huéspedes, le había sonado como una oportunidad irrenunciable. Podría tener a mano todas aquellas montañas como si fueran suyas, sin tener que compartirlas con nadie y, además, se llevaría un buen dinero para sus proyectos montañeros de verano, sobre todo por lo que iba a dejar de gastar en ese tiempo. Pero ahora dudaba.

El valle de Lauralet está fuera de los núcleos de atracción montañera más característicos de la cordillera. Sembrado de numerosos picos secundarios, no hay sin embargo ninguna gran montaña que despierte los deseos de los coleccionistas de cimas. Durante el verano es visitado sobre todo por espeleólogos que exploran las anfractuosidades de uno de los complejos kársticos más grandes de Europa y por unos pocos caminantes de paso. Las tardes de verano la pequeña hondonada bajo el collado, donde se sitúa el refugio, suele ser un lugar animado donde los montañeros reposan en amigable charla con una cerveza, haciendo tiempo para la cena. Martín había descubierto, después de varias semanas de duro invierno, que aquella hondonada protectora era a la vez un fondo de saco al que iban a parar las toneladas de nieve arrojadas al macizo por las tormentas, como si fuera un agujero negro o un atractor que engullía sin descanso todos los copos helados que los vientos arremolinaban caóticamente en muchos kilómetros a la redonda. Ahora, una vez más, maldecía tratando de liberar el acceso a la pequeña puerta metálica y de abrir un pasillo transitable hasta la leñera y, al otro lado, a la letrina, una tarea que podía llevarle una jornada entera. 

Se volvió al sentir de manera vívida esa sensación de ser observados que nos asalta a veces en la más completa soledad, cuando estamos concentrados en una tarea absorbente. Era raro que hubiera nadie, en dos meses únicamente un grupo de cuatro esquiadores franceses había pasado por allí; además, tras el intenso temporal de nieve los accesos estaban intransitables, las laderas necesitaban varios días para purgarse y nadie en su sano juicio osaría acercarse en un tiempo. Aun así, Martín se volvió fijando la mirada en el collado de la Pastora, el acceso flanqueado de esbeltas agujas de roca caliza que da paso a la dolina en la que se sitúa el refugio, y por donde se acercan los escasos visitantes en invierno. Y tuvo la percepción clara de que alguien se acababa de esconder tras una roca, rehuyendo su mirada. Lo había visto, o había creído verlo. Se frotó los ojos para escrutar el perfil quebrado frente a él, molesto por la luminosidad de aquella mañana soleada sobre el brillo rutilante de la nieve recién caída, pero no observó nada diferente a las siluetas familiares de laderas nevadas y roca que lo acompañaban en su retiro desde hacía tanto. Se quedó allí un buen rato, tratando de arbitrar en esa pugna entre la percepción clara de lo que creía haber visto y la convicción absoluta de que no podía haberlo visto.

Faenando con su pala atrás y adelante, se preguntaba qué pintaba en aquel lugar perdido, alejado de todo y de todos, habitante de un mundo en ninguna parte. Fuera de las esporádicas visitas al pueblo, con el tiempo justo para hacer la compra imprescindible, el único contacto con la realidad eran las conversaciones entrecortadas a través de la radio dos veces por semana con Mauricio, el guarda del refugio de Blansell, un auténtico hotel en la montaña cuyo tejado podía ver brillar a veces en la lejanía. Mauricio era un tipo amable, pero parco en palabras y apresurado siempre, que interrumpía la conversación precipitadamente ante lo perentorio de sus supuestos quehaceres. La otra persona con la que hablaba regularmente era Eduardo, un greim de la base de Beldués que lo llamaba de vez en cuando, mientras estaba de guardia. Eduardo era del valle y conocía a todo el mundo. Todo el mundo, en el universo montañés de Eduardo, incluía no solo a los habitantes humanos, sino también a cada una de las vacas y probablemente de las ovejas y carneros que pastaban por aquellas laderas, además de a cualquier pico, loma o promontorio rocoso que tuviera una forma identificable. Las conversaciones con él eran un bálsamo para el espíritu abrumado de Martín, un consuelo cuyo efecto lo acompañaba durante varios días.

La emisora estaba ubicada en el zaguán del refugio, un zaguán amplio donde los huéspedes se descalzaban antes de entrar y dejaban los bártulos sobre las baldas de madera, y que era el espacio más luminoso del edificio. Los días despejados el sol calentaba por la tarde aquel lugar y las conversaciones con Eduardo, sus chascarrillos, anécdotas y novedades sobre la vida social del valle de Beldués, reprogramaban la mente de Martín encasquillada por la rutina solitaria. Fue Eduardo quien le dijo, en alguna de aquellas charlas, que no debía esperar muchas visitas de montañeros en el refugio, que pasaría semanas sin ver a nadie, que era lo habitual y se hacía duro: ninguno de los guardas que habían pasado por allí antes que él había durado más de una temporada. En realidad, el refugio no era rentable durante el invierno, pero la federación lo mantenía abierto por un compromiso de servicio, no había ningún otro cobijo en la zona, y era obligado que estuviera guardado porque, si nadie se hacía cargo, después de tres o cuatro temporales de nieve quedaba enterrado bajo más de diez metros de nieve, estando, como estaba, en un hoyo.

Tras el zaguán, se entraba al sencillo comedor, donde dos mesas de madera recia a derecha e izquierda, con bancos corridos, podían llegar a dar servicio hasta a veinte comensales. Una escalera tosca de mano daba acceso al dormitorio, en el que dos filas de colchones y una cantidad ingente de mantas dobladas y apiladas en un rincón se ofrecían para un máximo de doce personas. El último espacio, tras la cocina, era un habitáculo bastante amplio que servía a la vez como despensa y como habitación para los guardas, dos durante el verano, que se acostaban en una litera más bien estrecha. Además, en la parte exterior del edificio principal había una cabaña para la letrina y un pequeño adosado de obra para herramientas y leñero.

Desde aquel día, Martín no podía quitarse de encima la sensación de sentirse vigilado cada vez que salía al exterior. Giraba la vista una y otra vez, con rapidez deliberada a veces, como queriendo pillar por sorpresa a un posible observador, y no podía evitar la percepción clara de haber visto a alguien escondiéndose tras la roca de la Pastora. Esta era una roca característica, de caliza oscura, de unos cinco metros de altura, que se erguía como un menhir inestable junto al collado del mismo nombre. Según se ascendía por el valle recordaba vagamente a una figura infantil, pero cuando se observaba desde el punto de vista habitual de Martín, a la puerta del refugio, la semejanza era impactante, parecía una niña ataviada con una capucha, la cabeza inclinada hacia adelante y el rostro cubierto por las dos manos, como si estuviera llorando. De ahí el nombre. Durante el invierno, una gran masa de nieve se acumulaba siempre entre esta roca y otra contigua, el doble de grande y de caliza más clara, a la que llamaban “el Padre de la Pastora” y entre esta y la pared rocosa que cerraba el collado por el norte, acentuando aquella impresión de esculturas gigantes, enmarcadas sobre un fondo blanco que les ayudaba a resaltar.

Martín llevaba ya tres meses en aquella soledad desquiciante cuando se descubrió una tarde gris y oscura de finales de enero buscando posibles huellas en la nieve, alrededor de la Pastora. El rastro de algún sarrio perdido, incluso una perdiz nival o un cuervo en busca de desperdicios le habrían bastado para tranquilizarse. Necesitaba un atisbo de explicación racional para neutralizar lo que empezaba a ser una obsesión preocupante. Sin embargo, no encontró nada, solo la superficie de nieve impoluta sobre la que minúsculas partículas heladas gravitaban a merced del viento. La evidencia de que aquella sensación era fruto de su imaginación trastornada por la soledad, sumió a Martín en un estado de zozobra que lo confinó en el interior del refugio. Apenas salía al exterior, en realidad pasaba los días tumbado en la litera, arrebujado bajo ocho mantas, sin apenas energía para levantarse a realizar las escasas tareas cotidianas, ni siquiera para encender un fuego que alegrara un poco el interior del edificio. Durante ese tiempo alojó a un par de grupos. Los días en que los clientes lo obligaban a mantenerse activo, Martín volvía a la normalidad, su impresión de que alguien lo observaba desde el exterior desaparecía por completo y recobraba de nuevo su talante natural, habitualmente bienhumorado. Pero en cuanto se quedaba solo, aquella sospecha irracional iba en aumento, como una emanación tóxica e invisible que lo impregnaba todo. Y cuando el azote de las tormentas de nieve llegaba a su apogeo y los días casi no se distinguían de las noches, aterrado por el aullido lúgubre del viento, creía volverse loco. Entonces, la única forma de hallar la paz era beber, beber hasta caer obnubilado e inconsciente en aquel rincón mullido, como un animal agotado en lo más profundo de su guarida.

A mediados de febrero una tormenta de nieve llevaba tres días con sus noches ensañándose con violencia inusitada. Nevaba sin descanso y Martín tenía dificultades para evitar que la puerta del refugio quedara definitivamente atrancada. Tenía que empeñarse para liberarla y, para salir a la superficie, había tallado escalones en un embudo en la nieve de casi tres metros que le costaba mantener despejado. El viento bramaba alrededor con un rugido ensordecedor, como si una bestia inmensa fuera a devorar el edificio entero y, de vez en cuando, los truenos hacían temblar las vigas. Las ventanas, cegadas bajo la montaña de nieve que se acumulaba en la hondonada del collado de Lauralet, no dejaban pasar la luz, y Martín vivía día y noche en la penumbra, bajo la luz tenue de dos lámparas de gas y alguna vela. El generador había dejado de funcionar y en aquellas condiciones era difícil acceder a él; dado el estado de ánimo de Martín, podría decirse que imposible. La radio también había dejado de funcionar, probablemente la antena, situada a cierta distancia sobre una roca, habría sido abatida por el vendaval. Durante la última comunicación, Eduardo lo había advertido de la depresión de dimensiones fabulosas que se había instalado en la región, era previsible que las nevadas duraran más de una semana, con breves intervalos de calma. “Ponerse al pairo y resistir” era la expresión marinera que había utilizado Mauricio como consigna. 

Martín dormitaba enredado en sus mantas, con la botella de anís bajo el somier, cuando sonó la campanilla. Primero pensó que era una ilusión, un engaño de sus sentidos embotados por el alcohol. Pero, ante la insistencia de la llamada, se incorporó tratando de interpretar el significado de aquel sonido incongruente. La campanilla de latón, con su estridente badajo, estaba situada a un lado de la puerta y, para que no sonara balanceada por los ventarrones, se solía bloquear con una sencilla cadena que se fijaba a tensión sobre un gancho. Martín pensó que se habría soltado, tomó un trago y volvió a tumbarse indiferente. Pero la campanilla siguió sonando con obstinación. El guarda se vio obligado a abandonar el calor del lecho y, cruzando el refugio con desgana, se dirigió a la puerta con la idea de volver a fijar la cadena en su sitio. Luchó con aquella maldita puerta atascada por la nieve y el hielo y, cuando consiguió abrirla, se quedó de piedra: una niña negra lo miraba inmóvil mientras su menudo cuerpo tiritaba aterido bajo un abrigo de lana rojo, los hombros y la capucha cubiertos por la nieve. Había un abismo profundo tras aquella mirada. Un abismo de tristeza y de miedo que no necesitaban de palabras para ser expresados. Pasaron unos segundos así, dos figuras mudas mirándose en mitad de la ventisca. Martín no reaccionaba, no podía dar crédito a lo que veía, hasta que dos enormes lágrimas se deslizaron por las mejillas de la niña, marcando surcos oscuros que se abrían paso sobre la piel cubierta de escarcha para rescatarlo a él de aquel embotamiento del pensamiento. Tomó a la niña de la mano, una mano fría como la propia nieve, y la invitó a entrar.

De repente, toda la confusión fruto del alcohol, aquella especie de sordina con la que percibía la realidad, se disipó como una niebla tenue arrastrada por el viento. Cerró la puerta y llevó a la niña hasta la cocina, la sentó allí junto al hogar, le quitó el abrigo y la cubrió con un par de mantas. Ella seguía tiritando mientras sus ojos atónitos recorrían escrutadores toda la estancia. Martín se apresuró a encender el fuego y trajo unos calcetines gruesos de lana para ella. Le quitó los suyos empapados bajo unas viejas botas raídas y descosidas y le puso con cuidado los secos. Durante ese tiempo, ninguno de los dos pronunció una sola palabra. Martín trataba de dar sentido a aquella aparición tan asombrosa y al mismo tiempo tan real y tangible. El cuerpo de la niña dejó de temblar; la escarcha que cubría su piel se fundió dejando un brillo húmedo sobre sus oscuras mejillas y sus rizos tomaron un color negro profundo, adornado de destellos azules. Hacía rato que la mirada de la niña había quedado anclada en la puerta del frigorífico, y Martín creyó adivinar en ella un brillo de admiración y deseo. Se giró y vio la mariquita de plástico pegada sobre la puerta. Se levantó para coger el imán y se lo ofreció a la niña, ella lo aceptó con cuidado extendiendo su mano y, tras contemplar aquel pequeño tesoro unos segundos, la cerró para esconderla entre las mantas que la envolvían. Aquel pequeño obsequio dio pie a Martín para tratar de iniciar una conversación, la interrogó preguntando con suavidad su nombre, de dónde venía, con quién había subido hasta aquel lugar… pero, confirmando sus temores, la niña no respondió a una sola de aquellas preguntas, mostrándose indiferente, absorta observando cuanto la rodeaba. Pese a estar frente a frente, Martín la sentía en un mundo diferente, como si su coincidencia fuera solamente aparente y estuviera frente a un espectro que se esfumaría de un momento a otro sin dejar rastro.

La niña no respondía, de hecho parecía no escuchar, pero dio cuenta rápidamente del plato de sopa caliente que Martín le ofreció, también del estofado de carne y de una manzana asada que devoró con entusiasmo. Cuando le señaló el revoltijo de mantas en el que hacía un rato había estado acostado el guarda, la niña se deslizó bajo ellas y se durmió de inmediato haciéndose un ovillo. De pie allí, contemplándola en aquel sueño reparador, Martín recobró el ánimo que le había faltado las últimas semanas. Salió al exterior para traer algunos leños con que alimentar el fuego y pensó que, en cuanto amainara la tormenta, subiría a arreglar la antena: debía notificar cuanto antes la aparición de la niña, alguien la tenía que estar echando de menos. Era noche cerrada y el viento había dejado de aullar, el interior del refugio se había caldeado y la temperatura era confortable. Nevaba mansamente cuando Martín decidió acostarse en la litera de arriba. Tras colocar el abrigo empapado sobre el respaldo de una silla cerca del fuego, arropó a la niña y, en un gesto de afecto, besó su frente. El contacto helado de su piel en los labios lo sorprendió, causando una reacción instintiva de rechazo. Perplejo ante esa sensación inesperada, cogió otra manta más para cubrir con cuidado aquel cuerpo menudo, frío como un cadáver. Si no fuera por el ostensible vaivén de las mantas que la cubrían, al ritmo de su respiración pausada, se diría que aquella criatura estaba muerta.

No fue una buena noche para Martín. Despertó angustiado, como agitado por un sueño inquietante que, sin embargo, no conseguía recordar. Entonces vino a su memoria aquel beso de tacto gélido de la víspera, y recordó a la niña. Había amanecido, una tenue claridad se intuía a través de la parte superior de la ventana cubierta por la pared de nieve. Se asomó a la litera de abajo y, en la penumbra, solo vio el amasijo de mantas revueltas. Encendió la frontal y dirigió hacia allí el foco. La niña no estaba. Se despertó de golpe y bajó de la litera de un salto. Tampoco estaba el abrigo. Martín gritó. Desconocía el nombre de la niña y gritó algo así como ¡Niña, niña, dónde estás! No obtuvo respuesta. Buscó por todo el refugio, encendiendo a su paso las lámparas de gas. Miró en los lugares recónditos tras la despensa, detrás de la montaña de mantas del dormitorio, bajo las mesas, en el rincón de la cocina bajo la fregadera: la niña había desaparecido.

Martín se abrigó apresuradamente y salió en su busca. Mientras empujaba tratando de abrir la puerta metálica trabada por la nieve acumulada y por el hielo que se formaba en las rendijas, pensó en la imposibilidad de que aquella niña hubiese podido desatrancarla para salir de la casa. Pese a ello, siguió forcejeando hasta que la puerta cedió y subió los escalones de dos en dos. Un paisaje blanco y cegador se extendía ante él. Una bóveda añil, sin una sola nube, cubría hasta el horizonte un relieve ondulante de montañas luminosas. El refugio de Lauralet había desaparecido por completo, en su lugar, solo había una ondulación más en la nieve adornada por una chimenea de piedra que asomaba discretamente. Bajo sus pies el acceso al refugio parecía el pequeño orificio de un agujero de marmota. Martín miró a su alrededor buscando las huellas de la niña en la nieve, pero no halló rastro alguno. Pasó la mañana deambulando alrededor, antes de volver a entrar en el refugio para inspeccionarlo todo con más atención. Allí seguían los cubiertos que había utilizado para dar de cenar a la niña y la silla pegada a los rescoldos del fuego de la víspera, faltaba también el imán con la mariquita. Pero ni rastro de la niña. Al mediodía Martín se dirigió al pequeño promontorio de la antena con idea de repararla. Tenía que dar aviso cuanto antes para que se iniciara la búsqueda. Un nuevo frente de nubes de mal aspecto había empezado a asomar por el noroeste. Según cavaba sobre el montículo de nieve, una idea comenzó a apoderarse de él cada vez con más fuerza, expresada en forma de pregunta: ¿Qué evidencias había de que el episodio de la niña no hubiese sido fruto de su imaginación? Se detuvo de repente y se sentó sobre la nieve empujando la pala con desesperación. El cielo estaba prácticamente cubierto y una brisa helada, como un mal presagio, lo obligó a ponerse el gorro de nuevo. Estaba seguro de que nadie en el valle habría oído hablar de esa niña, que nadie la habría echado de menos, que lo tomarían por loco si decía algo. En todo caso, entablaría una conversación casual con Eduardo y, si había algo, seguro que sería informado. Se quedó así, mirando al horizonte absorto en sus pensamientos, y entonces la vio.

El collado de la Pastora, situado a un centenar de metros frente a él, había sido barrido por aquella enorme avalancha. La roca de la Pastora había desaparecido por completo y la contigua, más grande, estaba inclinada en posición amenazante. Se acercó hasta el lugar hundiéndose hasta las caderas y se asomó a la otra vertiente. La avalancha de nieve y rocas se había deslizado desde lo alto, varios cientos de metros más arriba. El collado era irreconocible, en la parte superior de la montaña el derrumbe había dejado al descubierto la inestable superficie de rocas sueltas, algunas del tamaño del refugio de Lauralet. Aquel no era un lugar recomendable para estar. Además, una espesa niebla había comenzado a reptar arrastrándose desde el collado francés y parecía que empezaba a nevar. Martín volvió al abrigo del edificio. Sin embargo, en cuanto cerró la puerta tras de sí se sintió abatido, prisionero en aquella maldita cárcel enterrada en la nieve y atrapado por sus propias fantasías, que rayaban la locura. En ese instante tomó la decisión de marcharse.

Si los días anteriores las tormentas habían azotado con fuerza, la de esa noche fue todavía más intensa y formidable. Los truenos retumbaban sobre el refugio mientras un viento ensordecedor rugía con voces monstruosas. Martín, asustado, ni siquiera se atrevía a tumbarse. Sentado sobre la litera y con los sentidos alerta, envuelto en sus mantas, solo podía mantener fija la mirada en la puerta del refugio, como si esperara el ataque de un enemigo poderoso a punto de derribarla. Oía voces graves en el viento, voces amenazadoras, desesperadas, una especie de grito profundo y salvaje vagando alrededor de las paredes del refugio. Luego vinieron los golpes y arañazos y, en mitad de aquel infierno atroz, sonó de nuevo la campanilla. Insistente, desesperada, obsesiva. Martín no se movió del sitio, tapándose los oídos, se agachó para esconder la cabeza entre las rodillas. Y lloró. Aterrorizado, lloró en esa posición durante muchos minutos, tal vez horas. Hasta que la campanilla dejó de sonar y la tormenta fue amainando poco a poco. Justo antes del alba se quedó dormido.

Cuando despertó, reinaba otra vez el silencio y el día estaba avanzado. Quería salir de aquel lugar cuanto antes, convencido de que una oscura amenaza ponía su vida en peligro. Salió al exterior y comprobó horrorizado que una nueva avalancha había cubierto de rocas arrastradas por la nieve la parte trasera del refugio, dañando una de las paredes. Miró hacia el collado de la Pastora y vio que la roca grande también había desaparecido. Tratando de ahuyentar aquella idea absurda, aquella fantasía sin sentido que lo había perseguido durante la noche, entró en el refugio para recoger sus cosas y meterlas en una mochila.  Ordenó apresuradamente todo y al doblar las mantas un objeto rodó sobre el colchón de la litera hasta caer al suelo. Era una pequeña caja negra, cilíndrica, con un simple asidero blanco en forma de bola en la tapa, que Martín no había visto nunca. La recogió del suelo. Contra lo que le había parecido, no estaba pintada, era una caja de madera muy negra, pulimentada y brillante. Algo sonaba en su interior al moverla. La abrió y se quedó atónito al ver la mariquita que hasta la víspera había decorado la puerta del frigorífico.

Confuso ante aquel hallazgo que parecía confirmar la visita de la otra noche y ratificar de alguna manera sus oscuras fantasías, Martín cerró el refugio dejando únicamente abierto el acceso al zaguán para posibles casos de emergencia. Se calzó los esquís y remontó la pendiente camino del collado. El viento estaba en calma y una niebla densa y estancada dibujaba las formas a su capricho. Cuando llegó al paso, Martín comprobó la ausencia de la Pastora y el Padre de la Pastora. Al desaparecer las dos rocas el espacio era mucho más abierto, haciendo muy presente su ausencia. Un escalofrío le recorrió el espinazo y una sensación demasiado parecida al miedo lo empujó ladera abajo sin pensar en el riesgo de esquiar aquellas pendientes tan cargadas de nieve. Tuvo suerte. Martín era un buen esquiador y encadenó con fluidez un giro tras otro espoleado por la impresión de ser perseguido, acelerando el ritmo de la bajada hasta el límite, ciego de adrenalina, poseído por una mezcla de pánico y euforia, consciente de dejar atrás aquel infierno y sus horrores.

Cuando el autobús de línea lo recogió cerca de la piscifactoría, Martín volvió la mirada para contemplar aquel lugar que sabía que nunca más volvería a visitar. Sobre la interminable ladera poblada de pinos aplastados literalmente bajo toneladas de nieve, el mundo se acababa de repente y una nube espesa y blanca ahogaba lo que quiera que pudiera haber allí arriba, como un sudario que dibujara la frontera tras la que habitan los muertos.

Martín pudo justificar la huída por las peligrosas condiciones del lugar tras las avalanchas, confirmadas por la Guardia Civil tras un reconocimiento desde el helicóptero. El refugio fue clausurado y no volvió a dar servicio hasta el verano. Sobre la niña, el guarda no dijo nada, ni oyó nada sobre ninguna desaparición. Meses después, con una cerveza en la terraza del bar de Marta, en una conversación entre amigos, alguien preguntó a Eduardo sobre el nombre de aquellas rocas cuya silueta había dejado de verse desde el pueblo, y Eduardo contó la historia de Ramón, el Africano, y su hija Margarita. 

Ramón Sobella, vecino de Beldués, era un joven de familia pobre con un futuro incierto de miseria y privaciones a principios del siglo XX. Como otros jóvenes del valle, emigró a Fernando Poo en 1910, tratando de labrarse un porvenir. Trabajó en las plantaciones de cacao, donde llegó a ser capataz y a ahorrar un buen dinero. En 1942 desembarcó del autobús en la plaza de Beldués con una gran maleta y una niña negra de piel lustrosa de la mano. Compró casa en el pueblo y medio centenar de vacas pardas. Se dedicó al pastoreo, siempre acompañado de la pequeña Margarita. Ramón era especialmente reservado sobre la niña, lo era en realidad con todas las cosas, apenas hablaba de su experiencia africana y lo que se sabía en el pueblo, se sabía en realidad por terceros. Aquella criatura exótica y distante solo hablaba bubi, la lengua autóctona de los nativos de Fernando Poo, con la que se comunicaba con el Africano. Una noche de verano, como tantas veces, Margarita salió de la cabaña del Sabre, donde pastaban sus vacas, a coger luciérnagas con su cajita de ébano. Nunca se separaba de ella e introducía allí los “bichos” que encontraba. Era una caja preciosa de ébano brillante y un asa de marfil que había traído consigo de África. Aquella noche la niña no volvió a la cabaña y Ramón dio la voz de alarma. Todo el pueblo se volcó en la búsqueda durante dos días con sus noches, sin resultado. El tercer día se desató una tormenta colosal y se dejó de rastrear el monte. Pese a las advertencias, Ramón se empeñó en continuar la búsqueda solo. Los torrentes bajaban desbocados con furia inusitada, hubo daños en algunas casas por la crecida y desprendimientos en las laderas empinadas. Aquel fue el día en el que el puente del ayuntamiento se vino abajo. La lluvia, luego más calmada, duró todavía otros cuatro días, durante los cuales no se vio al Africano. En realidad nada se supo de él nunca más, ni de su hija. Como consecuencia de aquella tempestad, la inestable ladera del pico de la Mina, cerca de Lauralet, se derrumbó una vez más, y dos grandes bloques de caliza quedaron en pie como custodios del puerto de Francia, al que desde entonces se llamaba el puerto de la Pastora. El bloque más pequeño, de caliza negra, con forma claramente humana, fue llamado la Pastora y el otro, más grande y de caliza blanca, el Padre de la Pastora. Algunos en el pueblo, los más impresionables, decían que la Pastora se movía. Todos rieron, todos excepto Martín, ensimismado en sus pensamientos. 

Habían pasado cinco meses, la nieve se había retirado por completo y el paisaje estival lucía luminoso, dominado por el verde de la vegetación jalonado por esbeltos picos sobre el valle. Pero en sus sueños, Martín volvía una y otra vez a aquel universo asfixiante y gélido de nieblas y blanco infinito. Se despertaba perseguido por Ramón Sobella buscando a su hija Margarita. Y escuchaba nuevamente, sin descanso, su grito angustiado alrededor del refugio, los golpes, los arañazos y, cuando en el apogeo de la pesadilla sonaba aquella campanilla estridente, se despertaba sudoroso y se quedaba un rato mirando la caja de ébano, tratando de descifrar el sentido de lo vivido allá arriba. 

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