
Filomena, Filo para los amigos, llegó a casa con dos años tras pasar una larga temporada en la protectora y por alguna experiencia previa, no grata, que quizá recuerde todavía. Se mostraba temerosa ante las voces masculinas especialmente graves. Vino a cubrir un hueco en la familia y, sabedora de ello, se entregó desde el primer día.
La recuerdo escuálida todavía, la primera semana con nosotros, con el pelo lacio y descolorido. Llegamos a los neveros de Tortiellas, al pie del Aspe, y todavía quedaba allí una buena cantidad de nieve. Supongo que era la primera vez que pisaba aquella sustancia refrescante, resbaladiza y que se podía morder y escarbar. Fue una fiesta. Se volvió loca. Corría de lado, saltaba, mordía la nieve, gruñía y salía disparada. Fueron unos minutos, hasta que se serenó agotada, en los que gozó como no he visto gozar nunca a ninguna criatura. Aquella actuación me reconfortó, pensé que un bicho capaz de desinhibirse de esa manera, de dar rienda suelta a toda la energía probablemente reprimida durante mucho tiempo y capaz de divertirse así, tenía que estar curada de posibles traumas pasados o, al menos, debía tener ganas de curarse. Lo estaba, como el tiempo se encargó de demostrar.
Hoy hemos pasado por aquel mismo lugar, no había nieve y Filo ha madurado bastante. Tiene ya ocho años y un carácter sereno y paciente. Se ha convertido en la compañera perfecta y, por supuesto, en el miembro de la familia de pleno derecho que todos esperábamos.
On puska bat, zer harrera umila eta gozoa egiten digun beti.