
Paso las tardes en el sofá, junto a ella. Apenas hablamos. Hay días en los que está más presente y entonces rememoramos recuerdos de mi infancia, o de la suya, episodios familiares que evocan momentos de un pasado feliz, o a veces no tanto.
Las tardes de ausencia sólo hay silencio, el roce de los lápices sobre el papel se enreda entonces en el tiempo y se convierte en un monólogo inarticulado que lo acompaña. A veces abre los ojos y me mira. ¿Qué estás dibujando? Unos salmonetes. A ver. Giro el cuaderno y su rostro se ilumina. Qué bonitos. Enséñame aquel ratón. Yo se lo enseño.
El brillo de sus ojos da sentido a mis dibujos y el pigmento cobra vida, más allá del trazo torpe que pretende representar una realidad inasible.
El roce del papel resuena cada vez con más fuerza, está cada vez más presente, es casi un estruendo mientras las ausencias son cada vez más frecuentes, más largas.
¿Estás bien? Sí, hijo, muy bien, contigo al lado, ¡cómo no voy a estar bien!
Enséñame el dibujo.
Hay una llama tenue que se apaga poco a poco. Ella ya no se esfuerza en avivarla.
«Cuando uno envejece y ha realizado su obra, tiene en su mano el alegrarse por la paz de la muerte», escribió Hermann Hesse.
¡Muy bello, Suso, gracias por tu comentario!
Oso polita. Rafa. Marrazkia ere bai -ados nago Puritarekin-, baina batez ere berarekin egiten duzuna…