Con las primeras luces del alba nos acercamos a la base de la pared. Nos ponemos el arnés en silencio, comprobamos el material con gestos minuciosos, colocando cada cosa en su lugar, ese lugar que no es ni mejor ni peor que cualquier otro, sino aquél al que la fuerza de la costumbre los ha ido arrastrando después de tantos años al dictado de preceptos invisibles que gobiernan nuestros actos. Recogemos las frontales, hago algunos estiramientos sin fundamento y por fin, según lo acordado la víspera, me ato la cuerda para afrontar este largo de primero. Compruebo que lleve en el bolsillo el croquis fotocopiado de la vía, con los pasos duros y los posibles embarques bien resaltados a boli. Palpo la cámara de fotos y vuelvo a contar de nuevo el número de cintas, compruebo que los friends estén delante de los fisus, que el casco esté bien atado, ¿qué más, qué más?… creo adivinar un gesto de impaciencia en la mirada de Edu y, ante la falta de más excusas, inicio el último acto del ritual, el que todos los protocolos dejan siempre para el final: me coloco los gatos y los ato con parsimonia, buscando la presión justa de los cordones. Ya está, es inevitable, hay que empezar a escalar.
En este momento envidio a mi compañero, aunque sé que, en realidad, el orden establecido le reserva a él los pasos más duros de primero. Me mira y con un escueto ¡Aúpa ahí! me conmina a que empiece a escalar de una vez; son las únicas palabras que hemos pronunciado en la última media hora.
El contacto frío de la roca me reubica, como la zambullida brusca del nadador, en el contexto correcto, y al tercer movimiento el tintineo familiar de la ferralla inunda el ánimo con un soplo de optimismo, chapo el primer seguro y, a partir de ahí, la boca seca, la mirada taciturna o los gestos nerviosos, no son ni siquiera un vago recuerdo envuelto en la niebla del pasado. Se han desvanecido completamente, ahora solo hay lugar en mi mente para una negociación que, centímetro a centímetro, me empuja hacia arriba buscando la mejor postura, el agarre más neto o el apoyo más confortable.
Cuando la empresa a la que nos enfrentamos está cerca de nuestro límite, suele causar incertidumbre y la incertidumbre da lugar al miedo. Es lo normal. Decía un famoso torero que vencer el miedo es de valientes, en cambio, no tenerlo es de tontos. Algunas facetas del montañismo tienen un componente de riesgo no desdeñable y la gestión de ese riesgo es algo que se tiene muy presente en la formación técnica del montañero, que dedica muchos recursos, tanto de tiempo como económicos, al desarrollo de las habilidades o a la adquisición del equipamiento necesario.
Pero ¿y la gestión del miedo? El miedo nos bloquea a veces y nos impide desarrollar nuestras capacidades deportivas. Vencer el miedo (con cabeza, como decía el torero) es una enorme fuente de satisfacción y nos ayuda a crecer, a confiar en nosotros mismos y en los compañeros, intensificando el sabor de las vivencias. Es bueno aprender, primero a reconocerlo y luego a gestionar el miedo. A veces no es fácil, me he dado cuenta de que la palabra “miedo” no existe casi en el argot montañero, al menos cuando se está sobre el terreno: se inventan excusas, se usan circunloquios, se elude referirse a él directamente…
Tras varios rápeles y un destrepe complicado, mi amigo y yo recogemos el material, con las mochilas llenas iniciamos el descenso por el cómodo sendero que nos llevará hasta el coche. Se ha nublado, hace frío y empieza a llover. No importa, ensimismados cada uno en sus pensamientos, volvemos de vez en cuando la vista atrás para contemplar las dimensiones casi sobrehumanas de la montaña y pensamos: “yo he subido por ahí”.
La montaña ha quedado atrás, ha vuelto a su reino etéreo e imaginario, aquél en el que habita el miedo: “¿yo he subido por ahí?”