Hilillos de agua se deslizaban ladera abajo sobre el lecho mineral de roca desnuda. Fluyendo al encuentro de otros para formar pequeños torrentes. Saltando al vacío para estrellarse de nuevo y romperse salpicando la superficie brillante. Arrastrando a su paso los pequeños guijarros. Trazando cauces desesperados por buscar el declive del terreno a veces o deteniéndose apenas en pequeños charcos como el hueco de una mano.
Todo allí era inestable, un mundo en precario equilibrio, dispuesto a precipitarse al menor pretexto.
A mitad de la ladera el denso mar de nubes dibujaba una línea divisoria, neta e impermeable. Arriba el cielo azul, las cimas luminosas y el brillo de los sueños largamente acariciados, de los proyectos compartidos; abajo un paisaje opaco y triste, un decorado sin sombras dibujando un escenario gris de esperanzas ahogadas; en medio la niebla, el tránsito a ciegas entre lo que fue y ya no es, la última frontera.
Fue un resbalón casual sobre la nieve fresca, allí arriba. Un resbalón que pudo ser intrascendente y, sin embargo, marcó un antes sin después.
Gritos sordos, amordazados. Preguntas sin respuesta. Miradas incrédulas. Ausencias. Recuerdos que se desvanecen y miedos que se agigantan. Lágrimas, abrazos, dolor.
Al día siguiente, hilillos de agua se deslizaron ladera abajo sobre el lecho mineral de roca desnuda. Fluyeron al encuentro de otros para formar pequeños torrentes. Saltaron al vacío para estrellarse de nuevo y romperse salpicando la superficie brillante. Como si nada hubiese ocurrido. El paisaje, ajeno e inerte, detenido en un maldito bucle infinito sin antes ni después. Un universo paralelo a otra escala. Cruel. Implacable.
El sonido de las voces, el tacto de las caricias, el sabor de los besos, el olor de los cuerpos, todo se desvanece pasado el tiempo, a veces solo permanece el dolor. Dicen que el tiempo cura las heridas… pero lo hace apagando el brillo de los recuerdos.
Sin embargo, los hilillos de agua que se deslizan ladera abajo sobre el lecho mineral de roca desnuda cada primavera, siguen brillando con la misma insultante nitidez de aquella mañana.
En junio de 1977, Maite y Rafa dejaron sus vidas a los pies de la Marmolera del Infierno, un lugar ingrato de roca descompuesta, nieve y silencio. Al año siguiente sus familiares y amigos nos acercamos hasta allí para recordarlos y colocamos una placa conmemorativa en el lugar. Unos pocos subimos al Infierno Central por la arista de Pondiellos para pasar allí una noche consagrada al recuerdo.
Creo que hoy no haría eso. Al cabo de los años hemos llenado la montaña de símbolos, de objetos, de recordatorios, al tiempo que nuestra sensibilidad, nuestra conciencia del verdadero valor de esos lugares, ha ido en aumento.
Hoy volvería a subir al Infierno para recordar a mis amigos. No ha habido una sola vez en todos estos años en que la vista de la silueta inconfundible de los Infiernos no haya venido acompañada de su recuerdo. Siempre. Aquella placa era totalmente innecesaria.
Imanol estaba en el grupo de amigos sobre la cumbre del Infierno aquella noche, dos años después otro resbalón desafortunado acabó con su vida en los Alpes.
Maite, Rafa, Imanol, los hilillos de agua que se escurren de los Picos del Infierno se han helado y deshelado miles de veces, como las alegrías y las penas que brotan y se desvanecen para dejarnos inermes, detenidos, en este lugar al que llamamos vida, con la mochila cada vez más cargada de recuerdos, cada vez más pesada. Vosotros, ligeros, jóvenes, despreocupados, doblasteis el recodo en un lugar inesperado del camino.
Me duele vuestra ausencia, todavía hoy. Me duele vuestra vida intransitada cuando miro, ladera abajo, el camino recorrido a mis pies, el abismo que nos separa.
Me duele vuestra ausencia hoy, más que ayer, cada vez que levanto la vista hacia los Picos del Infierno.