
(Foto: Ivonne Izaguirre)
Hay una vieja fotografía en el Club en la que un escalador supera sobre sus estribos un desplome, suspendido sin contacto con la pared y recortado sobre un fondo de colinas de relieve amable. Esa foto la conozco desde hace muchísimo (no sé dónde la pude ver por primera vez) y tiene el valor referencial de aquella magnífica portada de “Hielo, nieve y roca”: para mí ha sido siempre (salvando las distancias) la versión local de Gaston Rebuffat en el gran techo de la cara sur de la Aiguille du Midi.
Lo bueno de esta otra foto, más modesta, era precisamente que estaba hecha en el techo del Torcido. Chamonix quedaba muy lejos y emular las hazañas de Rebuffat, totalmente fuera de nuestro alcance. Sin embargo, aquel desplome del Monte Torcido formaba parte de nuestro terreno de juegos y superarlo, igual que el bombo de Berrio en la vecina Santa Bárbara, animados por el tintineo de nuestros estribos, era un desafío que nos llenaba de satisfacción a mediados de los setenta.
Mucho tiempo después supe que el escalador era Suso Ayestarán y que la foto fue hecha por Ivonne Izaguirre durante la primera ascensión con Juan Laredo en 1961, un año después de nacer yo.
Entre las muchas amistades que he hecho en el monte a lo largo de los años, la de Tito Arregui tiene un valor especial para mí. Tito pertenece a la generación de mis mayores y me enseñó a mirar la montaña de una manera particularmente enriquecedora: es algo por lo que siempre le estaré agradecido. A lo largo de todo este tiempo de amistad con él ha habido dos personas que han estado muy presentes en sus relatos, dos personas sospecho que muy importantes en su vida de montañero y amigos suyos desde los primeros años de iniciación. Julio Villar y Suso Ayestarán, junto a otros como Rodolfo Kirch o Luis Abalde, formaban parte de los amigos montañeros de Tito.
A Julio le conocí hace muchos años. Cuando Felipe y él empezaron a trabajar como guías en los inicios de esa noble profesión en nuestro país, un grupo de chavales (yo tenía entonces dieciocho años) nos apuntamos a una semana de escalada con ellos en Espingo. Fue para mí una experiencia inolvidable de la que aprendí, sobre todo, que el Pirineo puede ser un lugar de juego formidable, capaz de satisfacer mis ambiciones de libertad y de aventura tanto como cualquier otra montaña del mundo. Quizá porque no soy muy ambicioso… o quizá porque me enseñaron, gente como Tito, que la belleza no está en la roca desnuda o en los neveros que la surcan, sean grandes o pequeños, sino en la forma de mirarlos.
A Suso, en cambio, no tuve oportunidad de conocerle y su omnipresencia en las conversaciones montañeras con Tito hacía al personaje tan atractivo como escurridizo. Porque, al fin y al cabo, aunque no tuviera oportunidad de conocerlos personalmente, los demás, Kirch, Abalde y no digamos ya Julio, se convirtieron en personajes públicos tras la expedición Tximist al Everest y, más o menos, estábamos familiarizados con sus andanzas. Yo de Suso sabía solo que era amante de las letras y gran escalador, que fue el primer vasco en hacer el Couloir de Gaube con Julio, además de otras grandes ascensiones en el Pirineo, y sospechaba que, por la forma en la que Tito se refería a él, tenía que ser alguien “especial”. La intriga se acrecentó cuando la casualidad quiso que un día en que Idoia y yo fuimos invitados a cenar por Tito y Puri, Uli, la mujer de Suso, estuviera allí de visita y se quedara a cenar con nosotros. El relato de su periplo vital desde la Alemania de postguerra hasta llegar y echar raíces en San Sebastián, junto a su marido, me dejó fascinado.
Muchos, muchos años después de aquello he tenido oportunidad de tratar con Suso aunque, la verdad, no he tenido ocasión de confesarle (o no me he atrevido) esta mezcla de admiración y curiosidad que he sentido por su persona a lo largo de los años. En 2013, con ocasión del 50 aniversario de Errimaia, realicé un vídeo que recogía los testimonios de personas implicadas en el desarrollo de nuestra revista. Ahí tuve ocasión de conocerle y comprender por fin la admiración y el afecto que despierta entre gente como mi amigo Tito. Descubrí, tras la energía que le anima, impropia de alguien que acaba de cumplir los ochenta, la sensibilidad del poeta y un espíritu rabiosamente juvenil…
Una tarde de este verano conversaba con Juancar Sanz bajo el emparrado de un bar ante una cerveza fría tras una jornada de escalada. Hacíamos planes para escalar la cresta Salenques-Tempestades y le hablaba de mi deseo frustrado, hace unos años, de haber continuado la cabalgada hasta el Pico de Alba en dos jornadas. En aquella ocasión nos tuvimos que bajar desde la cima del Aneto, Andoni y yo. Quedé con Juancar en que teníamos que intentar la travesía integral.
Unos días después de aquella conversación recogí el nuevo número de Errimaia, para encontrarme con un artículo de Suso Ayestarán titulado “Vivaqueando en el Aneto (Desde el collado de Salencas hasta el Pico Maldito)”, que relata un intento de Suso de realizar esa misma travesía que tenía yo en mente desde hacía tanto tiempo y sobre el que Juancar, pese a estar al corriente, no me había dicho nada. Bajo el título del artículo vi que había una dedicatoria: “Para Rafa Elorza pues, aun cuando nunca compartimos cuerda, me lo imagino, por lo que le he leído, entusiasta de esta forma de pirineismo, sin duda una de las más bellas”. Me emocionó a la vez que me sorprendió por lo atinado de su comentario sobre mis gustos montañeros (y especialmente, en el contexto de esa escalada en particular).
Muchas gracias Suso por la dedicatoria. Respecto a lo de no haber compartido cuerda contigo, sería un honor para mí ponerle remedio. ¡Cuando tú quieras!
(No soy mitómano. Me he dado cuenta a estas alturas de que, a veces, muchas veces, la persona no está a la altura del personaje. Admiro sin complejos las proezas deportivas de toda índole, si considero que son dignas de admiración, pero generalmente tengo escaso interés en conocer a quienes las han realizado. Simplemente porque he aprendido que las personas más admirables que he conocido a lo largo de mi vida, las más entrañables o las que más me han enseñado, han sido personas cuya impronta no ha pasado a formar parte de los relatos de la Historia, sino de quienes les rodearon o aquellos con quienes trataron. A veces, uno se lleva la grata sorpresa de que, como en este caso, la persona supera incluso al personaje.)
(Errimaia nº 84)