Coquetean conmigo, se resisten a veces y me obligan a esforzarme, se ocultan entre las nubes, se visten de nieve y de frío o se envuelven en vientos de dedos poderosos que me aplastan contra la ladera. Sin embargo, son siempre montañas amables que nunca aprietan hasta el límite, que me dan un respiro para salir airoso justo cuando el color de mis pensamientos se oscurece.
Soy un dominguero. Literalmente. Alguien que utiliza la semana para ganarse la vida lejos de la montaña, para vivir los mil sabores y colores de la vida, que los tiene, fuera de la montaña.
La historia de un dominguero es una historia repetida de vuelta a empezar. Cuando me acerco a las paredes de Riglos me cuesta adaptarme a su escalada peculiar. Cuando al tercer día el patio deja de intimidarme y se convierte en un motivo de disfrute, cuando empiezo a sentirme cómodo colgado de sus presas de mano abierta y progresando por sus panzas, el fin de semana ha terminado y debo volver. En la alta montaña, cuando me acostumbro al aire enrarecido de la altitud y mi cuerpo se adapta a salvar los exigentes desniveles, las vacaciones terminan.
A cambio, cada nuevo comienzo es una historia de descubrimiento, un reto, una fiesta de sensaciones que me permiten vivir cada minuto, cada segundo, de una manera intensa, de forma que el eco de su recuerdo rebota, cautivo en mi memoria, pasado el tiempo.
Un dominguero como yo no necesita montañas extraordinarias, ni rutas difíciles, ni aventuras o hazañas descabelladas. Le basta con el placer de desenvolver pausadamente, cada fin de semana, el colorido papel que envuelve su pequeño regalo. Mis montañas son unas montañas familiares. Donde las historias siempre terminan bien, donde la calma se impone a la tempestad o donde una mano amiga espera siempre para ayudarte en un mal paso.
En un tiempo en el que lo “extremo” parece querer convertirse en norma, los domingueros estamos muy devaluados. En la vía, tenemos que buscar un lugar en la reunión donde apartarnos para no molestar demasiado mientras los aventajados esbozan un gesto de conmiseración, que quiere parecerse a un agradecimiento, mientras nos adelantan veloces en sus maniobras de cuerda. En la senda estrecha o en la huella, su jadeo acompasado nos indica que hay que apartarse sin esperar otra cosa que una reprimenda si no somos lo bastante diligentes a su paso.
Junto a la puerta del refugio, Philippe habla por teléfono con un cliente, su cuerpo menudo y fibroso apoyado contra el quicio. Es un hombre de gesto serio y pensamientos inescrutables, un animal de montaña. Tiene, como yo, cincuenta y tres años, en su juventud fue uno de los mejores, un pionero que devoró los paisajes inexplorados desde el Himalaya más recóndito hasta la salvaje Patagonia. Vivió con pasión incendiaria su afición a la montaña y fue reconocido y admirado por ello en toda Francia y en el extranjero. Levanto mi jarra de cerveza y le hago un gesto para que se acerque y participe de nuestra animada tertulia. Ha terminado de hablar por teléfono y me sonríe mientras se acerca. Suena de nuevo su móvil. Con un gesto de disculpa se da media vuelta para buscar un lugar discreto donde hablar o, simplemente, con mejor cobertura. Su rostro se ha mudado otra vez en un rostro serio, que marca la distancia de quien pretende establecer una relación profesional con las concesiones justas. Le miro durante un rato mientras anota algo en una postura imposible con la que pretende no perder la cobertura mientras sujeta la libreta entre el codo y la pared para escribir.
Gigantes blancos asoman sus cabezas grotescas tras el perfil de las montañas. Amenaza tormenta.
Vuelvo a la conversación con mis amigos. Les miro, radiantes y satisfechos bajo la luminosa presencia del glaciar por el que hemos descendido hace un rato, agotados pero disfrutando como niños de este regalo formidable, sumergidos en el paisaje alpino para algunos rutinario.
Iñaki levanta su jarra proponiendo un brindis, correspondemos los tres y no puedo evitar la exclamación:
¬- ¡Salud, domingueros!
Ellos me miran extrañados.