nº7 La señora condesa en Chamonix

p05La señora condesa viaja siempre recostada sobre el asiento trasero y con los pies descalzos. No soporta la calorina y agradece mucho el aire acondicionado del coche. De esa manera indolente, despreocupada, deja pasar los kilómetros mientras nosotros nos ocupamos de los detalles mundanos y aburridos del viaje. Ella, simplemente, se deja llevar.

Esta vez, y ante la amenaza de calores sofocantes, nos hemos dirigido a las alturas siempre más frescas del macizo del Mont Blanc. La señora condesa solo comparte sus emociones secretas con gente de su condición, obviamente nunca con nosotros, pero creo que lo ha pasado bien. Ha disfrutado sobre todo de los paseos por el bosque y de las siestas a la sombra de los abedules en los altos pastos alpinos.

El trasiego urbano de Chamonix no le ha gustado: demasiada gente, demasiado ruido, demasiado postureo. Chamonix es el espejo de las vanidades del montañismo internacional. Siempre ha sido así y ha reflejado la imagen de este deporte a lo largo de su historia desde que cuatro ingleses elegantes, aburridos y forrados de pasta, llegaron al valle para descubrir la emoción de encaramarse por las alturas vertiginosas de las montañas que lo rodean y convertir ese estúpido hábito en un deporte. La evolución de la actividad en la montaña se ha mostrado allí década tras década, desde el esnobismo y el exceso burgués de los pioneros acompañados de sus ejércitos de guías hasta el esnobismo más popular de quienes pasean hoy sus pertrechos de manera ostentosa por las calles con el paso resuelto de quien ha hollado la cima más alta. La señora condesa es indiferente a estos detalles que escapan a su ámbito de interés y creo que, aunque no le hagan gracia por chabacanos, tampoco le hubiesen parecido de mejor gusto los tapices orientales con los que Joseph Vallot, el rico advenedizo del salacot que presumía de científico, decoró el observatorio que hizo construir a 4300m bajo la misma cima del Mont Blanc, hace un porrón de años.

A la señora condesa no le gustan los teleféricos y, aunque montó en el de La Flégère para recorrer el Balcón Sur del valle por su bello sendero, nos regaló una mañana libre el miércoles para que visitáramos la Aiguille du Midi. Ella no podía: demasiada gente encerrada en aquella exigua cestilla colgada del cable sobre el abismo.

Desde las terrazas del esbelto pináculo de roca asistimos boquiabiertos al espectáculo de equilibristas evolucionando a nuestro alrededor. Mientras un par de escaladores se descolgaba entre aplausos a una de las terrazas desde la misma cima Sur, eran legión los que se sacaban la foto con el Mont Blanc recortado a la espalda, terminando la Arête des Cosmiques, antes de saltar la barandilla. Un poco más abajo, una atlética escaladora trataba de encadenar, con su ropa bien conjuntada, una dura vía, apenas ochenta metros de movimientos gimnásticos, situada en el gran gendarme de enfrente. Mientras tanto, un compañero descolgado desde la cima del monolito ascendía cuatro metros por encima, fotografiando su progresión.
Yo siempre había oído que los montañeros eran gente poco dada a la ostentación y al glamour, que rehuían el aplauso y el reconocimiento público y, sin embargo, ante mis ojos de turista, veía todo lo contrario, la misma colección de vanidades que compartimos la mayoría. De haber estado allí, seguro que la señora condesa no lo hubiese aprobado.

Donde más disfrutó la condesa fue al otro lado del macizo. Yo, tumbado sobre la hierba en un descampado en Val Ferret, recorría con mi dedo la silueta inconfundible de la Arista de Peuterey recortada contra las nubes: la Aiguille Noire, donde Kurt y su amigo Wolfi lanzaron las cuerdas para rapelar con la boca seca y un nudo en la garganta, las Damas Inglesas, en las que Julio tuvo el accidente que lo llevaría a surcar los océanos en su pequeño Mistral, la Aiguille Blanche, el Mont Blanc de Courmayeur, un camino hacia el cielo que recorrió en invierno, por primera vez, Louis, el menudo exsacerdote pirineista que presumía de haber escrito una página notable en la historia de las conquistas alpinas.

Pero a la señora condesa no le interesan estas historias intrascendentes. Ella, a la sombra de un pequeño árbol de ribera, descansa con los pies sumergidos en el agua fresca…

(Errimaia nº 82)